Zayha sacó la cabeza por la ventana de su cuarto, un oscuro poema salió de su boca en forma de vomito azulado.
Él la había abandonado una vez más.
Había colocado las redes en su alma cansada, había apretado el nudo y la asfixiaba.
Como todo prisionero, al transcurrir los días, ella fue necesitando de sus pasos, ya que eran los únicos pasos que escuchaba acercarse de vez en vez, el cazador, sublime y orgulloso, armaba sus trampas y las proyectaba en las sombras de esa habitación vacía.
Ciega de soledad, se acostumbro a la música de los insectos que revoloteaban alrededor de su colchón roto.
Por eso cuando él le acariciaba el cabello, de la misma forma que alguien acaricia a un perro que tiene hambre, ella sonreía, como si esas manos fueran la personificación de Dios sobre la tierra.
Él crecía como un cáncer dentro y fuera de su espíritu.
Cada hora, cada día, ella era como una mendiga que esperaba detrás de esa puerta cerrada con una llave que nunca pudo sostener.
Las mañanas pasaban rápidamente, las tardes se le hacían interminables, cuando escuchaba la llave entrando por la cerradura, sus ojos se llenaban de lágrimas (Acaso ¿no somos todos prisioneros de las equivocaciones? ¡Y lo llamamos amor!)
Las noches eran un interminable morir constantemente.
El crujir de puertas vecinas, la sobresaltaban en las madrugadas de insomnio.
Caminaba silenciosamente en círculos, tropezando con el plato que descansaba con restos de comida putrefacta.
En algunas ocasiones, abrazada a sus piernas como un ovillo, ella pensaba que había muerto, lo que no podía descifrar era, si estaba en el infierno o en el paraíso, pero no le importaba, porque nunca creyó en ninguna de las dos opciones.
Perdida, rodeada de muros, el dolor se hacía físico, palpable, se masticaba a sí mismo, daba vueltas dentro de su sangre como un gusano ebrio, y su cuerpo parecía encogerse con cada minuto, cada movimiento repentino.
Ya no tenía noción de su piel.
Hasta la condesa que se refugiaba en su corazón la había abandonado, se despidió de ella una noche y se fue en busca de espejos.
El silencio comenzó por morderle lentamente los tobillos, la demencia pinto fantasmas que la acompañaban, todos tenían el mismo rostro, cantaban canciones que ella conocía muy bien, decían lo que ella quería escuchar, solo con el transcurrir de los días, semanas, meses, ella comprendió que no tenían alma.
Tampoco le importó ya que, nunca pudo comprobar mientras vivía si la misma era real.
Tardes de té y sonrisas se multiplicaban dentro de su prisión.
Hasta que llegó la hora del espanto, hombres vestidos como en una serie policial, tumbaron la puerta sin llave, la sacaron arrastrando de la casa y la subieron a un patrullero.
La luz del sol le desgarró los ojos, ella buscaba entre la multitud el rostro del amor, ciega y con los tobillos heridos, se dejó caer en el asiento blando del automóvil.
En una esquina, la figura de un hombre se refugiaba detrás de un árbol, ella supo que era él, las lágrimas se multiplicaron.
La había abandonado, ya no volvería a sentir sus caricias, ya no podía ser su perro, entonces el pánico la consumió, gritó, se convulsionó, quiso hablarles del amor, pero esos hombres no entendieron.
Despertó al día siguiente, el sol entraba por la ventana como un intruso sin educación.
No recordaba nada, pero supo, que había perdido su alma, un vacío crecía a lo largo y a lo ancho de su cuerpo delgado de mortal seguridad.
Entonces se incorporó lentamente, se aproximó a la ventana y vomito un poema azulado... |