El reflejo de los rayos confluía sobre las cabelleras de Julio y Joaquín, mientras caminaban paralelos a la estación de trenes. Sus siluetas taciturnas se angostaban bajo aquel paisaje en medio de la nada. A lo lejos el silbido del viento traía la humareda de una locomotora, como un respaldo de las nubes extendidas hacia el cielo. Sara, madre y esposa, había partido de sus vidas recientemente, ahogándolos en el encierro de una pesadilla:
- ¿Y mamá cuando vendrá? - preguntaba el pequeño entristecido -
- Ella está lejos ahora, en otro lugar...
- ¿Pero siempre decía que no se iría sin mí? - insistía Joaquín -
- Es verdad, lo decía, parece que no pudo llevarte ahora - murmuraba el padre extraviado como un zombi en el andén -
El niño fijó la mirada en el inmenso tren que devoraba todo con su andar, y aferrado al brazo de su padre prosiguió:
- Ni siquiera me escribió una carta...
- No, no lo hizo aún, quizás algún día podamos visitarla - dijo Julio -
La idea del reencuentro iluminó la cara del pequeño, quien tironeando de la ropa lo llevó hacia un banco:
- ¿Entonces cuándo la veremos? - continuó Joaquín -
- No lo sé, después, mañana, quien sabe... El niño agachó la cabeza hasta el fondo de sus pies frunciendo el entrecejo, mientras un correr de vagones lo aturdían con su marcha. Después, padre e hijo cruzaron tomados de la mano las vías del Edén, bajo un murmullo de infinitas sombras...
El sol se diluía sobre el rostro de Sara en pequeños haces de nostalgia, mientras su vida despertaba invadida por la angustia. Con su figura diminuta, comenzó a vestirse lentamente para ir al cementerio. Hoy se cumplía un mes del fallecimiento de su esposo e hijo en aquel fatal accidente ferroviario.
AnaCecilia.
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