EL ATROPELLO
Sucedió una tarde de noviembre, a la hora del crepúsculo, hace ya algunos años. Conducía con alguna prisa por una carretera de montaña, sinuosa y apenas transitada, cuando a la salida de una curva se me cruzó de improviso, a pocos metros de distancia, un perrito viejo. Al percatarse del peligro, se quedó paralizado en medio de la calzada, mirando al frente entre triste y asustado, como implorando conservar la vida. Frené a fondo e intenté esquivarlo. Casi al mismo tiempo, y mientras el coche derrapaba de costado, escuché un golpe seco en algún lugar de la carrocería, o del chasis. Ya parado, alcé el cristal de la ventanilla y, aliviado, pude comprobar cómo el pobre animal se alejaba renqueando por la cuneta, en dirección opuesta, mientras de tanto en tanto volvía la cabeza, como intentando comprender lo que había sucedido.
Con las piernas todavía temblando, y tras dudar un instante, decidí reemprender la marcha. No había recorrido aun ni un par de kilómetros cuando descubrí que mi hijo pequeño (a quien creía dormido) lloraba en el asiento de atrás. Al preguntarle qué le pasaba, me reprendió entre sollozos. Me sentí avergonzado y decidí girar allí mismo, haciendo maniobra. Aceleré a fondo. Nos cruzamos con un camión con remolque, que pasó casi rozándonos. Al poco rato, con las luces ya encendidas, pude distinguir a lo lejos, sobre el asfalto, una mancha no muy grande de colores vivos. Me detuve. Luego di de nuevo la vuelta y regresamos a casa, sin dirigirnos la palabra. Creo que advirtió, ya que durante todo el rato no dejó de observarme a través del retrovisor, que, al igual que él, me pasé todo el viaje llorando en silencio. |