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La infanta Elisa y la lluvia.


El arroyo está desbordado, centenares de ramas, hojas y espuma lo habían anunciado, la lluvia, contrariando su destino divino se convierte en fuente de muerte para plantas y animales de las quintas que rodean el pueblo serrano. Tal vez el paisaje me ayude a tomar esta decisión, se que no es el temor, puede ser culpa, desilusión, tristeza, arrepentimiento, amor, admiración, posiblemente sea todo ello lo que motive la entrega de mi sangre, de mi último suspiro, de mi labor, de mi familia. No sé si lo merezco, por lo pronto relataré mi historia espero eso le ayude a comprender.
El doctor Paz me había recomendado descansar unos días lejos de la contaminación de la ciudad, el estrés de la política y si era posible del tabaco.
Dejar el trabajo es un lujo que solo la enfermedad nos obliga a aceptar, mi esposa entre alarmista y tiernamente preocupada se haría cargo del hogar por esas cortas semanas.
Llegué muy cansado a la pequeña ciudad, empotrada en medio de las sierras chicas, cargar el equipaje me producía un sudor que renacía con envidiable voluntad a pesar del constante ataque del pequeño pañuelo de algodón. Agobiado por la humedad, consulte mi reloj, había llegado una hora antes de lo previsto, desalentado miré como se pierde la ruta entre las sierras, mientras buscaba algo que hiciere de asiento; Debía esperar la llegada de mi amigo Alfonso Ferreyra Olmos, que me conduciría a su casa quinta, que ahora sé, es mi última morada.
Cuando crucé las tranqueras, llamaron mi atención la hilera interminable de magnolias que como gigantes granaderos desfilaban sobre ambos costados del camino de ingreso.
La vivienda de principios del siglo XIX, muestra un monumental frente, que surcado por una importante escalera de piedras, se eleva majestuoso hasta la copa de los más altos árboles; paredes propias de una fortaleza europea, cobijan muebles de algarrobo antiguo y una decoración campestre, terminan de ilustrar la belleza de la casa que me recibe.
Un pequeño arroyo cruza a escasos metros del jardín delantero, sobre el agua, pilas de piedra intentan formar pequeños estanques construidos por jóvenes veraneantes con vocación arquitectónica o simplemente aburridos, mientras centenares de sauces llorones dejan caer sus ramas buscando el hilo de agua que a kilómetros de allí desembocará en el dique La Quebrada, construcción que oficia tanto de reserva hídrica, como de parque natural, protegido por estrictas leyes nunca cumplidas. Aquel hábitat de pejereyes y mojarritas fue el único testigo de mi desgracia.
Mi ocasional morada, se halla a solo tres kilómetros del centro, la distancia traducida en un sistema de medida temporal es de 30 minutos caminando o 10 minutos en vehículos motorizados. El centro de la ciudad no supera las 9 cuadras siempre siguiendo la calle principal llamada con suma originalidad, Gral. San Martín, sobre ella se encuentran: la iglesia principal que cada domingo celebra dos misas, una comisaria, la municipalidad y una plaza, ahora copada por hábiles artesanos, varios bares abren las puertas a su clientela cautiva, que desayuna comentando sobre fútbol, el estado del tiempo, la cosecha y otros temas, y unidos a las mujeres que salen a limpiar las veredas forman un microclima muy particular.
Mi rutina comenzaba a las seis de la mañana, aunque mi estadía era solo de descanso, mi personalidad no me permitía estar quieto, leía a la sombra de las higueras, La Voz del Interior, La Prensa y Le Monde Diplomatique, siguiendo el camino de noticias locales, nacionales e internacionales, inmediatamente después, caminaba (por indicación médica) hasta el centro de la ciudad, donde me esperaban antiguos amigos y colegas, la mayoría de ellos desempeñándose en el gobierno municipal y en la oposición, con quienes compartía café e ideas políticas, discusiones y estrategias electorales, partían de aquella mesa.
Sobre el mediodía, cuando el calor de la siesta comenzaba a anunciarse, volvía en taxi a almorzar, Doña Nemesia, la mujer que colaboraba con los quehaceres, robusta y de tez morena era especialista en comidas criollas, (contrariando esta vez las recomendaciones), disfrutaba diariamente de empanadas y panes hechos en el horno de barro, humita, locro, tortillas al rescoldo, pastelitos, arrope, arroz con leche, mazamorra, dulce de higos verdes y un sin fin de delicias cuyas recetas se transmiten desde épocas del virreynato.
Cada día era similar, después del momento del postre, salía a la galería en busca de un antiguo sillón Tudor, impaciente por fumar el tabaco holandés, que introduciría cual ritual sagrado en una de mis pipas de raíz italiana, aprovechando la impunidad que asegura el estar lejos de quienes combatían mi afición. Alternando entre los modernos Chomsky y Negri y los no tanto Heller y Kelsen, a veces lograba conciliar el sueño reparador en las ardientes siestas de enero.
Por la tarde improvisaba cabalgatas que terminaban con la salida de la luna o con una merienda tardía en “La Vienesa”, de cualquier modo, volvía cuando brillaban las estrellas, me reunía en el comedor con mi amigo Alfonso, y Chivas mediante, conversábamos hasta altas horas. Así transcurrían mis días.
Doña Mesia (tal era su apodo) estaba durmiendo en el cuarto de servicio; cuando llamé a su puerta para pedirle un Té de tilo, buscando como combatir aquella noche de insomnio, apareció una pequeña de apenas 16 años con un guardapolvo color gris, era su hija Elisa, que estudiaba en Córdoba y al terminar las clases había ido a colaborar con su madre, esa visión es tal vez, la que más haya impresionado mi alma, representaba la juventud y la belleza puestas al servicio de la más pura inocencia.
Con el correr de los días, una relación de confianza fue naciendo entre nosotros, ella era exquisitamente primitiva, su incultura despertaba igual asombro que su belleza, yo debía ser el encargado de despertar su perezosa conciencia, introducirla en mundos imaginarios, de dioses mitológicos, nereidas y dragones, estremecerla con las muertes heroicas de Espartaco, Sócrates, Cristo y otros revolucionarios, reír junto a Moliëre y tender nuestras mentes hacia el eter místico y excelso de la ficción.
Mi rutina, poco a poco, dejaba paso a encuentros diarios con ella, la orilla oeste del dique, justo un kilómetro antes del club de Caza y Pesca, donde la soledad se disfruta, lejos de los indolentes veraneantes y los habituales pescadores, servía de escenario para nuestras interminables confesiones que daban un nuevo significado al amor platónico.
Su simpleza y bondad eran dones que seducirían al propio Zeus y sus tiernas palabras poblaban mi alma de satisfacción, pero nuestra relación que se extendía entre lecturas y recitados bajo la sombra de cansados sauces, tomó un giro que jamás imaginaría.
Mi amor fue transformándose en obsesión, continuamente buscaba encontrar en ella, defectos que probaran su imperfección y me sujetaran al mundo de los cuerdos, pero tal vez su inocencia o mi adoración lo impedían irremediablemente. Era un juego peligroso yo lo sabía y creo que ella también.
Las noches sin dormir, la locura, mi obsesión, torturaban mi ya frágil mente, que debía disimular mi aflicción ante el temor de perderla.
Pero aquella mañana lo descubrí, su infidelidad potencial, su traición que inexorablemente se convertiría en acto con el paso de los años debido a la enorme diferencia de edad, era la excusa que mi pobre yo necesitaba. Perdí el control de mi mismo, las voces que atormentaban mis sueños repetían hasta el cansancio la necesidad de venganza, me incendiaba una ira nefasta que también reclamaba mi actuar, todo mi ser era invadido por demonios en forma de mancebos que disfrutaban de mi inocente Elisa.
La cité como siempre a nuestro espacio en el dique, pero cobarde no le di ni la posibilidad de hablar, ultrajé no solo su cuerpo, que en silencio y con lagrimas enormes, redondas, temblaba de temor, sino su infancia, su inocencia, sus esperanzas, desgarré su presente, violé su pasado...y huí.
No tengo recuerdos posteriores, me despertó el llamado de un vecino que me decía que encontraron un cadáver en el dique, tomé el auto de Alfonso y a toda velocidad llegué a nuestra orilla, una ambulancia estacionada esperaba al par de buzos que traían el cuerpo henchido e interfecto de la pequeña, yo era el culpable, ella había tomado el camino de dignidad y grandeza de los hombres de los que le hablé; en ese momento círculos concéntricos se formaban sobre la superficie del espejo de agua, comenzaba a llover y allí parado, solo en medio del aguacero por primera vez me pregunte: ¿acaso merezco la piadosa muerte o debo vivir con este dolor todos los días que restan a mi vida? Dudo si tendré el valor de soportar la segunda alternativa.
Han transcurrido cinco días, estoy sentado en la biblioteca de la casa, mi mano derecha sostiene la pluma y la otra sujeta firmemente el arma. El arroyo está desbordado, centenares de ramas, hojas y espuma lo habían anunciado, la lluvia, contrariando su destino divino se convierte en fuente de muerte para plantas y animales de las quintas que rodean el pueblo serrano Tal vez el paisaje me ayude a tomar esta decisión, se que no es el temor, puede ser culpa, desilusión, tristeza, arrepentimiento, amor, admiración, posiblemente sea todo ello lo que motive la entrega de mi sangre, de mi último suspiro, de mi labor, de mi familia. No sé si lo merezco, tal vez deba vivir con el dolor.

Texto agregado el 18-02-2005, y leído por 209 visitantes. (0 votos)


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