La Hora Sagrada
Eduardo salió muy deprisa de su oficina; despreocupado arrancó el auto a gran velocidad dejando tras de sí un molesto olor a caucho quemado. Cristina lo esperaba en casa; era la hora de comer. El ronroneo del motor se mezclaba con el alocado repiqueteo del claxon, abriéndose paso entre la larga fila de vehículos. Era casi el medio día: “la hora pico”. En la carretera se veían pasar más autos en un solo sentido, que del otro. El cuadro se repetiría, inevitablemente, al regresar al trabajo, una hora más tarde. Eduardo, un tanto molesto por el trajín de la oficina, manejada sin ninguna precaución y a una velocidad considerablemente alta.
—¡Muévete huevón!—gritó Eduardo al conductor que tenía enfrente.
—¿Qué, llevas prisa en morirte? ¡Estúpido! —contestó otro.
—¡Andáte al carajo! ¡Imbécil! —se escuchó más allá.
Hacer el mismo recorrido, en esas condiciones, todos los días de la semana era, sin lugar a dudas, frustrante y tedioso, por el ruido ensordecedor de los autos y las cornetillas.
Mientras tanto a varios kilómetros de ahí, en la casa de Cristina, también corría la adrenalina, aunque en una situación completamente diferente. La mesa estaba lista y había cubiertos preparados para tres personas. Se movía nerviosa de un lado hacia el otro de la cocina. En ese reducido espacio se encerraba el calor que despedían los calderos en la estufa, mientras gruesas gotas de agua escurrían por los cristales de la ventana. El constante golpeteo de los trastos se escuchaba hasta la habitación contigua.
—¿Pero que te pasa, Cristina? Dijo una voz—era Julio que se encontraba aseando la sala.
—¡Ay! Que se me ha hecho tardísimo—dijo ella. Eduardo está a punto de llegar y yo aún no tengo nada preparado. ¡Qué horror!
Cristina temblaba. Sudaba copiosamente tratando de cortar un poco de verduras para la comida que estaba preparando. Sus manos torpes no podían sostener con firmeza los utensilios de cocina. En varias ocasiones se quemó con el vapor, mientras vertía los ingredientes para la sopa en el caldero. Cada vez que Eduardo regresaba del trabajo a la hora de comer, siempre se repetía la misma historia.
—Dale un poco de lo que quedó de ayer y punto—dijo Julio enfadado. No te compliques.
—¡Cómo se te ocurre! Capaz de que me mata. A él no le gusta la comida de un día para otro. Tú lo sabes bien. ¿No?
—Te agitas porque quieres—asintió. La comida de ayer ni siquiera la ha probado. Es mejor que te tranquilices—agregó Julio.
—Tranquilizarme… sí claro. Como no eres tú quien va a escucharle la boca. ¡Ha! ¡Mejor cállate! Me pones más nerviosa de lo que estoy.
—Estás así porque quieres. Nadie te está presionando a nada. Si tiene hambre de verdad, se comerá lo que le sirvas.
—¡Sí, cómo no! Bien que lo conoces; tú sabes cómo es de delicado para la comida.
—Pues si no le gusta lo que hay, que mande a comprar una pizza o que se vaya al restaurante entonces. ¿No es eso lo que le gusta? —dijo, divertido.
—¡Pizza! ¡Cómo se te ocurre! Se tiene que alimentar bien.
—¿Entonces, qué le vas a preparar pues? —interrogó.
—¡Ay! ¡Te digo que no sé! Pues… unos huevitos revueltos y tal vez una sopita… creo. Ya no me da tiempo de hacer otra cosa.
—¡Huevos revueltos y una sopa! Vaya, creo que después de todo, tiene mejor suerte que yo —agregó con sarcasmo.
—¡Ay, cállate, no seas insolente! —replicó ella.
El ruido de la puerta hizo reaccionar a Cristina. Eduardo estaba entrando en ese momento. ¡Tengo hambre! Exclamó, dirigiéndose a la sala de baño para lavarse. Ella de inmediato colocó el caldero sobre la mesa, encima de una tabla de madera. Le sirvió primeramente su plato de sopa, luego se sirvió el suyo; después regresó a la cocina para traer el pan tostado y mantequilla, una jarra llena de jugo, crema, aceite de oliva y un poco de ensalada. Eduardo se sentó de frente. Ella bajó la cabeza, como haciendo una oración.
—¿Qué hay de comer?
—Pues… eh, ¡Sopita, huevitos y… ensalada!
—¿No dijiste que ibas a cocinar pollo?
—¡Ay! Es que… es que no me dio tiempo. ¿Te sirvo?
—No me dio tiempo… Rápido pues, que se me hace tarde.
—¡Sí! Ya voy… ya voy.
Ambos comieron sin mencionar palabra. Sólo el tintineo de los cubiertos rompía el silencio en la cocina. Julio seguía afuera haciendo la limpieza y ordenando los muebles de la sala; le molestaba escuchar las discusiones entre Cristina y Eduardo, así que mejor se ocupaba en recoger el tiradero que había en toda la casa; además prefería comer tranquilo, así que esperaría un poco más. El tiempo se pasó sin sentir, y la escasa comida que preparó Cristina se terminó enseguida.
—¿Esto es todo lo que hay? ¿No hay nada más qué comer? —Interrogó Eduardo.
—Bueno… pues sí. No me dio tiempo de hacer otra cosa. Pero… si quieres, hay comida de ayer… y pues…
—No. Sabes bien que no me gusta. ¿Acaso no preparaste nada más? Todavía tengo hambre.
—Pues… no. No tengo nada más. ¿Quieres que te haga un sandwich?
—¿Un sandwich? … sólo eso —murmuró.
Eduardo se levantó de la mesa profiriendo un amplio vocabulario de improperios mientras azotaba la puerta al salir. Cristina estaba tan acostumbrada a esa actitud que cada vez que Eduardo entraba y salía de casa, ya ni se inmutaba al escucharlas. Sabía que no tenía caso discutir, siempre saldría perdiendo. Sólo permanecía en siencio tratando de recuperarla calma. Recogió los platos sucios y los colocó en el lavadero. Después volvió la cabeza hacia el reloj. Era la una de la tarde. Se apresuró hacia la sala topándose con Julio que se acercaba a la puerta.
—¡Ya es tarde! Por poco y se me pasa.
—¿Qué es lo que se te pasa?
—¡Mi telenovela!
—¿Y no me vas a servir de comer?—interrogó Julio a su esposa.
—Hay comida en el refrigerador… sírvete—le contestó.
—¡Vaya! ¡Vaya! Cuando tu marido está trabajando dentro de la casa y quiere de comer, ni te conmueves ni te preocupa. Pero cuando se trata de tu hijo… no sólo haces las cosas más rápido, sino hasta tiemblas.
—¡Ay! Con estos hombres… nunca aprenderán a ser independientes ¡No maduran! —gimió ella.
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