Son veinte minutos al día, pero dan para pensar una infinidad de cosas. Pienso, en primer lugar, en por qué comencé a pensar y pensando por qué pienso, me doy cuenta de que el pensar tanto es producto del ocio, del tiempo libre, de las horas muertas que caen como pesos inertes en lo oscuro del olvido, en esas horas que no se repetirán, horas irrecuperables. La gente a diario se lamenta del poco tiempo libre que tiene pero, no obstante, siempre tienen unos minutos para tirarse en el sofá a dormir una siesta, para tomar una cerveza en el bar de la esquina o para mirar a la gente pasar. La espuma me rodea, tanta espuma como gente puede haber en el mundo, la diferencia es que la espuma, lo quieras o no, te acaba tocando, mientras que la gran mayoría de esas personas que pueblan el mundo pasarán, vivirán sin haber percibido físicamente tu presencia. La soledad es uno de los grandes males mundiales, pero para mí que si fuésemos más espuma y nos pegásemos obcecadamente a los demás, nos preocupáramos por ellos, escuchásemos con los oídos bien abiertos, todo sería distinto. Pero para eso, como para todo, hay que tener ganas. La mujer, que vi esta mañana en el gimnasio, no se lamentaría porque actualmente sólo hace una hora de sevillanas al día, en lugar de practicar también abdomen-glúteos-caderas y una hora de natación, mientras sus oyentes debaten qué tocino es mejor para echarle al puchero. “¡Oiga!” me entraron ganas de decir “que esta mujer se siente sola y sólo quiere que la quieran, escuchen y comprendan”, pero me callé y seguí mi camino cuidando de no pisar nunca la parte negra del paso de cebra ¿por qué? porque entonces perdería ¿qué perdería? no lo sé, pero es divertido imaginarlo, quizás perdería una pierna o perdería el premio (¿qué premio?) o perdería el juicio…es lo mismo que pienso cuando camino por el puente; siempre hace viento, pero en días como hoy en que éste parece salir de la más profunda caverna del infierno, me pregunto qué pasaría si saliese volando; se vería un abrigo rojo con dos piernecitas escapando de su extremo inferior sobrevolando Sevilla, quizás alguien tratase de alcanzarme con un palo como si de una improvisada piñata se tratase.
Me doy cuenta de que llevo como diez minutos en la bañera y el agua está aún muy caliente. También lo estaba la sopa que me comí este mediodía y recuerdo esa frase que taladró alguna parte de mi subconsciente cuando era niña “las cosas han de estar en su punto” y en su lugar, añadiría yo, por eso mis piernas emergieron hace un rato del agua calma y se ven como dos montañas gemelas que parecen la una querer copiar a la otra, tal vez se ríen entre ellas por lo semejantes que son, quizás sólo están y sólo son.
Ayer me hicieron una encuesta. Caminaba de vuelta a casa tras haber ido a clase y una regordeta chica rubia me paró; la ansiedad en su rostro me hizo pensar que pronto me preguntaría si me interesaba o tenía tiempo para X y así fue. El tema eran los periódicos, sí, no, no lo sé, una sonrisa, una risa, un “gracias a usted” y “adiós”. Mi vida continuó como si nada, pero no sé qué fue de la de aquella persona. Lo que es seguro es que le agradó que alguien se detuviera para rellenar una de esas aburridas encuestas pues, por lo general, la gente arguye excusas incongruentes y se marcha en dirección contraria a la que a priori pensaba tomar. Me encanta imaginar la vida de los demás, como la de aquel hombre surcado de arrugas que me cruzo con asiduidad; tiene pinta de haber sufrido mucho, según yo lo veo, su mujer, el gran amor de su vida, porque ese hombre es de los que piensan que “gran amor” sólo hay uno, murió hace un par de años, él ahora vive solo, bueno con la única compañía de un perro negro cuyo rabo pesa casi más que su cabeza y empeña su tiempo en llevarlo de un lado a otro espantando moscas, bien, el hombre tiene dos hijas, una que es minusválida parcial y tiene esposo e hija y otra, menor, que sale con un chaval cuyas manos están recubiertas de dorados anillos y habla siempre a voz en grito…ah y la recoge en moto para ir al instituto.
Quince minutos y creo que me encogí, me encogí como lo hacía cuando a los diez años salía de la piscina como un auténtico garbanzo después de haber estado casi cuatro horas a remojo, buceando con la mano haciendo de pinza sobre los orificios nasales, porque tan desconfiada era que no tenía fe en que mi cuerpo decidiera expulsar oxígeno en el momento adecuado en lugar de inspirar en su búsqueda. La luz parpadeante de la vela que está a punto de extinguirse me tiene como en trance, la relativa penumbra detiene el tiempo y es ese el preciso instante en que me evado completamente de la realidad, de lo que me rodea, de los coches que circulan por la calle, a dos metros, tras la pared que me separa de la misma. Debería de dejar de enfadarme con la gente sin motivo, es decir, de inventar motivos para enfadarme con ellos y luego debatir mentalmente si lo que hizo estuvo bien o no, puesto que esa persona no hizo nada, sino que todo fue producto de mi imaginación. -Para arreglar el mundo hay que empezar por uno mismo- le digo a la pastilla de jabón.
Veinte minutos y, a consecuencia de un pequeño espacio libre en la parte alta de la ventana del cuarto de baño, el agua se enfrió. Quito el tapón y en el último remolino de agua se van todos mis pensamientos. ¡En el agua se ve todo tan claro! Quizás más de un político debiera hacerse con una bombona de oxígeno y probar bajo el mar a ver qué tal. Fueron veinte minutos, un momento, pero ¿qué es la vida sino eso?.
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