Son tantas y tantas las historias que se ocultan tras los rostros de la gente. Pasan por mi lado, los veo transitar por la vereda del frente, vienen y van, algunos cabizbajos, otros arrogantes, una señora aprieta sus puños, el señor lo levanta en señal victoriosa, la joven camina vista al frente, erguida sobre la pasarela diaria de la vereda que la conduce de su casa a su trabajo y desde allí a su casa. Un hombre robusto conversa con alguien apegando su celular a su oído y fumando con ostentación, pareciera presumirse importante y quizás lo sea, vaya uno a saberlo. En la panadería me atiende una señora con su rostro abatido, le hago mi pedido y me viene la idea que le hubiese instalado una voluminosa cruz en sus espaldas, camina penosamente, doblada en dos, hurga en la vitrina y se devuelve con lo solicitado, mirándome de mala gana, como si la hubiese obligado a cumplir una vil penitencia. Me siento tentado a preguntarle si se siente mal pero la experiencia me indica que su respuesta pudiese ser un “queleimportaausted” que seguramente me dejaría muy deprimido por el resto de la jornada. Un chico me mira y sonríe, otro me saca su lengua colorinche producto de una golosina que ha irisado graciosamente su lengua. Una mujer me sigue con su mirada y un ímpetu coquetón se encabrita dentro de mí ante ese contacto visual, una anciana pareciera estar hablando sola, acaso con el alma bondadosa de su difunto marido, sonríe y sus ojos parecieran brillar detrás de la opacidad que le han impreso los años. Dos personas discuten acaloradamente, un niño pareciera ser el punto de tal desencuentro, mientras me alejo, siento que la conversación sube de tono y muy pronto las palabras son reemplazadas por los gritos. La gente vuelve su mirada ante ese espectáculo gratuito, un hombre entona El Cigarrito tañendo su guitarra arriba del microbús, la gente mira hacia la calle indiferente de su interpretación, el bus parte con su carga humana difuminándose tras el estruendo del motor.
Sigo caminando y recolectando presuntas historias dibujadas en algunos rostros, a veces me pregunto si esa misma gente habrá tejido las suyas con respecto a mí, o acaso sólo me ven transitar como otro ser más fundido en la inmensa marea humana. Alguien me sonríe por fin, es mi vecino que por el hecho de vivir a mi lado o yo al de él, me imagina tal vez como cómplice de sus vivencias, que se yo. Ingreso a mi trabajo y me preparo para encontrarme con las palabras que me esbozan a mis amigos virtuales, converso con ellos, sonrío y los hago reír con esas carcajadas virtuales que se estiran delante de mis ojos. Entonces son mis dedos los que adquieren protagonismo, ellos acuden a la búsqueda de esos seres que comienzo a adorar, oprimiendo frenéticamente las teclas que reinterpretarán mis palabras en impulsos eléctricos que viajarán infinitesimales distancias para regresar en un segundo como un boomerang coloquial.
Un hombre sonríe frente a su computador, otro permanece imperturbable mientras teclea mecánicamente unas palabras, una niña esboza una sonrisa picaresca y escribe con dificultad unas cuantas letras, yo contemplo la calle. Dos señores caminan por el frente conversando animadamente, uno pareciera dominar al otro con sus gestos ampulosos, la calle, siempre la calle, brindando miles de historias para que las recopile y las reinvente a mi modo. Los derechos son gratuitos, demás está decirlo…