El condenado
Pronto me consumiré. No merezco juicios. Tampoco quiero piedad. El paso de los siglos no borrará mi nombre. Estará siempre ahí. Flotará en el aire. Lo pronunciarán las gentes y cuando suene, aquellos que lo escuchen sólo pensarán una palabra. No hace falta que la mencione.
Desde hace años no he logrado escapar de mi propia historia. Mis hijos y los hijos de mis hijos tratarán de borrar mi existencia y ocultarán la sangre que corre por sus venas. Aquellos que sean descubiertos serán rechazados por los demás. A ellos se les mirará con desconfianza. Pertenecen a mi estirpe. No merecen ningún tipo de confianza porque en ellos estaré yo.
Hace ya tiempo que asumí mi destino y ahora me pregunto si realmente tuve la ocasión de esquivarlo. Nací para ser quien soy y mi rol en la Historia me ha tachado como un condenado. ¿Hasta qué punto pude haber sorteado dicha fatalidad? Si Dios ha puesto la mesa y nosotros jugamos nuestras cartas reconozco que soy yo el que debe asumir la culpa pero si Dios me ha dado unas cartas que sólo se pueden jugar de una forma, mi destino debe afrontarlo Él. Cada consecuencia de mis actos ha venido determinada por acciones anteriores, por situaciones que se me han planteado y todo ello me ha llevado a ocupar el lugar maldito que ostento hasta ahora. La vejación pública que sufro en esta recta final de mis días y el sonoro desprecio con el que se pronunciará mi nombre. Quizá no he asumido mi destino.
En mis sueños vuelvo a los días malditos, aquellos en los que empecé a ser quien soy. En ellos, no cometo los errores y veo aplausos y vítores. Veo caras felices. El sueño siempre termina igual. Cuando sostengo a mi hijo en brazos, todo cambia. El blanco se vuelve negro. El mundo gira y me encuentro rodeado de miradas. Desde los confines más remotos de la Tierra suena mi nombre. Me persigue hasta que caigo al abismo. En ese instante, me despierto.
Cuentan algunas leyendas, sobre todo las cristianas, que el perdón de Dios nace del arrepentimiento verdadero. Mi refugio en la Fe, que no ha sido del todo convincente para mi alma, me ha descubierto que el juicio de los hombres, cuyo veredicto ya conozco, carece de importancia. Es el juicio de Dios el que debe importarme y si de verdad veo el mal en mis actos, Él sabrá perdonarme y lo que digan de mí los años y los siglos no debe preocuparme. Mi duda, más que razonable, me hace pensar que no seré perdonado por Dios. De mi deseo de borrar aquello, que nace del miedo, no está el arrepentimiento. Dios lo sabe y yo lo sé. Soy un condenado. Merezco serlo.
En el final de los días, yo estaré entre las sombras. Seré torturado para siempre aunque todavía desconozco mi castigo. Mi única esperanza es el vacío absoluto. Es lo único que me dará la paz para siempre. Matar a Dios es la única salida a este tormento y deseo de corazón ejecutarlo. Los hombres que están por llegar mancillarán mi nombre, me recordarán con asco pero mi ausencia, mi tránsito a la oscuridad absoluta, a la nada, obrará el milagro. Si no hay eternidad a la que enfrentarse, antes de lo esperado mi nombre se habrá olvidado para siempre. Este paso tenue por la Historia no tendrá reflejo en el futuro. Sólo durante muchos siglos mi recuerdo permanecerá pero no habrá eternidad a la que enfrentarse. Los ríos dejarán de llevar agua, las montañas desaparecerán y el cielo se volverá negro. Mi nombre se borrará.
Si Dios está muerto y no hay juicio al que enfrentarse más que al de los hombres, debo contar mis últimos días con tranquilidad. Aunque me desprecie a mí mismo, aunque mi propia sangre desprecie al innombrable, quiero mirar por última vez al cielo y pensar que dentro de mi propia vergüenza figura la inmortalidad a la que me enfrento a los ojos de mis semejantes. Los insultos, las historias, los libros y las conversaciones me harán volver de la oscuridad. Mientras todos los demás se pudren y nadie recuerda ya nada de ellos, yo estaré aquí. Para bien o para mal. Este pensamiento, curiosamente, a veces me atormenta y a veces me alegra. Lo veo y lo digo: soy inmortal.
Trazo estas últimas líneas, ante la cercanía de lo inevitable. Con ellas no cambia nada. Soy el que fui, soy todos esos comentarios que se propagan en voz alta por las calles, soy el hijo de Satán, soy Judas en vida, soy el innombrable, soy la pesadilla de aquellos pequeños, soy el lobo que se adentra en los pastos, soy… Benedict Arnold.
Francisco Javier Moñino Gómez. Murcia, 14 de octubre de 2004.
Benedict Arnold es un personaje real.
Paso un enlace a su biografía para un mayor conocimiento del personaje y el porqué de su angustia:
http://buscabiografias.com/cgi-bin/verbio.cgi?id=6161 |