Se nota que se pierden las cosas. Un día están allí, al otro ya desaparecieron. Se las tragan los espacios abiertos, las conversaciones sin final que se someten al escarnio público de la crítica.
Es mentira eso, las cosas desaparecen porque cobran vida y se van, como el monstruo de frankestein en aquella noche de rayos y centellas turbulentas. Aunque eso último también es mentira, porque las cosas simplemente desaparecen, ya no están allí, ya no son de aquí, se esfuman sin decirme nada, explicarme nada, comentarme nada.
Y nada (nadie) se las ha robado.
Mucha exposición al sol da cáncer, porque los rayos ultra violeta tienen la capacidad de penetrar la piel y asimismo la membrana celular, llegan hasta el núcleo y pueden producir saltos en alguna cadena perdida del código genético. Eso desemboca en mutaciones a largo plazo, en metástasis, en cáncer. De seguro mis cosas perdidas se han soleado demasiado, sus tripletes codificadores han enloquecido y formado proteínas inservibles para su medio, entonces han debido cambiarse de entorno, buscar lo esencial para su supervivencia, en un lado que evidentemente desconozco.
Un lado tan perdido como yo escribiendo.
|