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Y es que en todas partes el tiempo pasa más lento. Porque es un tiempo salido del otro, poseído y dominado por el impulso irracional de la máquina emotiva que tenemos claveteada a los pensamientos. Porque yo quisiera estar allá, en el campo hirsuto o en el lugar donde no hay más personas que las que te dirigen la palabra por un asunto de necesidad y no por el trabajo de cortesía idiosincrásica de los citadinos. Y es que le tengo un amor inconstante y extraño a todo lo que se arma con silencios de aire o canciones sin cuerdas, a todo lo que se puede decir en un lugar sin gente y sin palabras, sitio que pende de la emoción más pura y goméntica que se pueda concebir.

Entre pastos largos y secos y amarillos yo pienso que estaría bien. Sin el menor cuestionamiento de asuntos que no tienen solución y soluciones que no tienen asuntos. Y aunque trate de disimular normalidad, la ralladura de los tiempos se me escapa por los poros y viene de la mano de una portentosa e inefable e inadmisible incordura que no desemboca en ningún sitio pero que sí es evidencia del trauma del presente, que se transforma en una vorágine de cosas que se desbalsan, por la noche y por el día, y no permiten decir más palabras que las que antes se decían, como si se estuviera haciendo una obra de teatro sobre los vicios de la ciudad o el boceto picante de mis propias alucinaciones.

Los vicios de la ciudad, los vicios de la ciudad, las frases que se quedan dando vueltas y vueltas y dando ecos imaginarios dentro de los recuerdos a posteriori o los sueños, que se desvisten indecorosamente al día siguiente mostrando toda su inexpresividad ante la razón, que está demente. Porque de todas las cosas lo único que está demente es la razón, destiñéndose, deshaciéndose y amarrándose como pita a un tubo oxidado.

(Perdóname por este asunto de estar tan tela de araña o enmarañado o tan idiota al escribir, pero no puedo darle a otra cosa, y es para exfoliar lo mismo)

Después todo se vuelve un proyecto de sueño, dejado de virtudes, atado de líos sin solución, tánax para las moscas muertas y embistes de miel para las vivas. Marañas, marañas, ecos estelares, risas rimbombantes ocultas por el cuadrado mágico de los ensayos de matemática. Porque se aturde la memoria cuando se llega a los cabellos salvaje ventosos, lo que tenían ojos y rostros de mujer escondida. Amalgamas, círculos, miradas fugaces que sin ser de otro lado venían a dejarse como barriletes de agua estancada. Como estancada la pistola del cinturón se escribe en ‘trois’ empedernidos momentos de luminiscencia y de indecorosa y, por qué no, insolente forma de abandonarse a sí mismo dentro de todos los universos concebibles que no pudieran ser dichos de otras formas que no sean las mismas.

Dichos como ecos eternos. Como ecos eternos. Como ecos eternos. Como ecos finitos.

Ecos, ecos, cocaína de goma. Maíz y cosas amarillas dando vuelta.

(La mano afuera de la ventana de un auto a cien kilómetros por hora que corre salvaje por una carretera con peaje cada veinte kilómetros y dosmilcuatrocientos pesos como leva. Y ja ja ja que nada importa en esos momentos, porque todo es el viento que se pega a la mano, todo es viento que se pega a la mano y mano que se pega al cielo, que se pobla de ráfagas intensas de pájaros que no migran y de nubes que no llueven. De ilusiones, promontorios, actos paridos de la incertidumbre).

Texto agregado el 15-02-2005, y leído por 309 visitantes. (0 votos)


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