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Inicio / Cuenteros Locales / shaitan / RELATOS PROVINCIANOS(CapII)

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Desde su boda, mis abuelos pasaron diez años de calma y felicidad en aquel encumbrado piso de Barcelona. Allí nació su último hijo, José María, y la reputación laboral de mi abuelo se fue consolidando en las tertulias de los círculos químicos de la burguesía catalana.

El tesón, la seriedad y la erudición de aquel castellano de nombre estrambótico, logró revolucionar los procesos productivos de los elementos químicos básicos que los catalanes comerciaban por toda Europa.

Pronto, pudo escoger con qué empresario quería trabajar, y sus ingresos empezaron a ser dignos.

María, por su parte, cuidaba de la casa haciendo gala de la capacidad de trabajo adquirida en la Masía de los Ventura, y los niños, crecían fuertes y felices disfrutando de sus atenciones y del tierno apego que mi abuelo tenía por ellos.

En concreto, la relación entre mi padre y el primero de los Ambrosios fue desde el principio muy especial.

Dicen que mi abuelo detectó en él algunos dotes especiales para entender cosas complicadas y abstractas sin esforzarse demasiado, y que acostumbraba a jugar con el mayor de sus varones más que con el resto de la camada, intercalando siempre que podía, problemas matemáticos en sus juegos. Supongo que muy simples, claro, pues un niño de cuatro o cinco años por muy dotado que esté, siempre preferirá el sabor de los caramelos a calcular cuanto suman puestos en fila.

Mis tías aseguran, que mi abuelo siempre soñó con hacer de él un matemático de pro, pero como verás más adelante, el futuro solo guardaba el preciado don de los estudios para el resto de sus hermanos.

Ya en sus primeros años, empezó a destacar por su personalidad fuerte y segura, me hubiese gustado ver la cara de aquel policía cuando, con tan solo tres años, el pequeño Ambrosio le cogió de la mano y con toda tranquilidad le dijo:

- Me he perdido señor policía, me llamo Ambrosio, tengo tres años y mi padre dice que cuando eso pase, debo cogerme de su mano y decirle que me lleve a Comptes de Belloc 23, sexto segunda. !Así que vamos para allá, que ya es hora de cenar¡

Contaba con siete años de edad cuando las dos Españas, una progresista que moría y otra fascista que empezaba a bostezar, despertaron de su sueño republicano para enzarzarse en una de las guerras más desalmadas que ha conocido occidente, la Guerra Civil española.

Mi padre se topó de cara con la monstruosidad de aquella contienda fratricida una mañana, caminando de la mano de mi abuelo, cuando iba al colegio.
Su eterna sonrisa, se apagaba cada vez que me contaba como aquel obús reventó el cuerpo de su compañero de pupitre, andando tan solo, cien metros por delante de ellos.

Aquella bomba, lanzada desde el cielo por una “Pava” alemana, no acabó solo con la vida de un montón de niños sino también, con la ingenuidad de mi padre, y de paso, con su educación escolar hasta los once años.


Por mucho que mi abuelo intentó impedir que mi padre viera aquel baño de sangre, la imagen de la cartera escolar de su amigo hecha pedazos a sus pies y el pánico que se apoderó de todos los que se encontraban a su alrededor, le acompañó de por vida.

Barcelona sufrió bombardeos indiscriminados durante meses, cuando las sirenas sonaban, sus habitantes corrían como ratas para esconderse en los refugios subterráneos que los sindicatos habían construido en viejos sótanos. Es difícil narrar con qué pánico recordaba mi padre las largas horas confinado en aquellas tumbas oscuras y húmedas.

Los alimentos escaseaban entre la población, el agua potable se encontraba aislada en algunas fuentes a las que no se podía acceder cada día.

El ejército republicano, formado en su mayoría por voluntarios populares, cometió atrocidades horribles contra los civiles de a pié. Todo aquel que hubiese tenido una posición adinerada en el pasado, los empresarios, procuradores o creyentes cercanos a la iglesia católica, tuvieron que esconderse para no ser ejecutados públicamente por los pelotones de fusilamiento.

Mi abuelo había estudiado en un seminario, y aunque como te dije, nunca llegó a jurar sus votos, se vio obligado a recluirse en casa para salvaguardar su integridad.

Esta situación postró a los suyos en la miseria más absoluta, el hambre, el miedo y las enfermedades les azotaron sin compasión durante aquellos tiempos.
Mi padre aseguraba haber pasado semanas enteras comiendo migajas de pan con agua hervida.

–Supongo que mi madre la hervía para hacerla potable, -me decía con resignación- pero aquello sabía a rayos.

Fue en esos días de penurias cuando aparecieron los primeros síntomas del síndrome degenerativo que acabó dejando inválido a mi abuelo, creo que mi padre contaba con ocho años de edad cuando las piernas del suyo empezaron a agarrotarse. Todavía pasarían muchos años antes de verlo postrado en una silla de ruedas, pero en aquellos momentos, sus deficiencias físicas y sociales le obligaron a delegar toda la carga familiar a su mujer.

Por suerte mi abuela tenía carácter, y otro Ambrosio con ojos despiertos y ganas de ayudar se encontraba a su lado. Así que dejó a mis tías al cuidado de su marido y del bebé, y empezó a luchar por el pan de la mano de mi padre.

Que yo recuerde, nunca reconoció ante mí que hubiera robado, solo aseguraba que tomaba lo necesario para alimentar a los suyos, para prometer después al cielo, que algún día lo devolvería.

En aquellas calles junto a su madre, en pocos meses se hizo un hombre de los de verdad, volviendo cada santa noche a su casa con víveres suficientes para llenar todas las barrigas y guardar algún sobrante en la despensa.

La base de su sustento se componía de nabos arrancados por la noche en los campos de El Prat, avellanas compradas a peseta el kilo, acumuladas, de diez en diez céntimos, gracias a las limosnas que los soldados le daban en la puerta de los cuarteles, y por supuesto, su moneda de cambio por excelencia, los tomates que él mismo plantaba en los tiestos de la azotea de su casa.

Agua de lluvia, arena y esmero eran los tres ingredientes gratuitos que mi padre necesitaba para mantener su huerto en las alturas. Con los excedentes tomateros, mis tías realizaban compotas y almíbares que él cambiaba por medicinas para mi abuelo en “el estraperlo” - mercado negro - del Barrio Chino barcelonés.

El carácter duro y luchador de mi abuela, presionado por aquella situación extrema, fue transformándose día a día en la rudeza desalmada que los Ventura siempre habían llevado dentro. La fiereza de sus antepasados se apoderó de ella tornándola huraña e inquisidora con todos los que tenía a su alrededor.
Mi padre se estremecía al recodar lo extremadamente duro que fue para él permanecer a su lado aquellos años.

Una buena mañana, a un miliciano de la F.A.I se le ocurrió subir con su mosquetón, siguiendo las denuncias de unos vecinos, las seis plantas que le separaban de la calle para prender a mi abuelo.
La hombría de aquel anarquista, se derrumbó de inmediato cuando intentó flanquear la puerta de entrada en la que se encontraba María, y acabó de perderla, rodando escaleras abajo mientras probaba en propias carnes las balas de su arma disparadas por mi abuela.

Siempre contaba mi padre que aquella vez, mientras mi abuela guardaba el arma y se ponía el abrigo para salir a la calle, le prohibió que la acompañara y le pidió que vigilara a sus hermanos hasta que ella volviese.

Estuvo preocupado durante toda su vida por entender como pudo convencer su madre al Comisario en aquellas escasas tres horas, para que después de la entrevista, se olvidara de aquel episodio con el miliciano y, por supuesto de mi abuelo, para el resto de la guerra.
Le torturaba pensar que su belleza tuviera algo que ver en aquel pacto.

Cuando volvió a casa, no dio ninguna explicación, y nadie se la pidió, simplemente se quitó el abrigo y se puso a hacer la comida como si nada hubiese pasado. Puedo imaginarme la frialdad del rostro de María, y el terrible silencio de sus labios durante horas.

Rondaba los once años cuando las tropas del General Franco, futuro Caudillo de la peor época que nunca ha vivido España, atravesaran triunfales la Gran vía de Barcelona para hacer una misa en su Catedral.

Y con el fin de la guerra llegó la posguerra, y con ella el hambre, la sinrazón y la injusticia.


Continuará...

Texto agregado el 15-02-2005, y leído por 204 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
02-05-2005 Ha de continuar. Mis felicitaciones, está muy bien escrita. Mientras la leía he disfrutado recordando, con pequeñas variaciones, la historia de mi familia. Cinco besos y cinco estrellas. Eulba
08-04-2005 Estupenda novela...espero la siguiente entrega...un beso eloisa
10-03-2005 Espero poder seguir leyendo esta historia, y desde luego aunque ese nombre sea cuando menos curioso, te puedo asegurar que los hay aún más raros. ondina
22-02-2005 Querido amigo Gracias por los comentarios a mi novela, después de leerte, me siento sumamente orgulloso, al saber quien los emite, un gran escritor, esta novela es maravillosa, la vida de españa, de las dos españas como también describes esa época nefasta del franquismo, los bombardeos a Barcelona, al anarquista de tu abuelo, a la temerasria María, que sabe defender su patria, en este caso su hogar del miliciano, es un texto muy bien elaborado donde la historia trágica de España, desfila a través de los ojos de un niño. Felicitaciones. Saludos desde Colombia William H Ramírez P liamwi
 
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