En el mes de Marzo del año pasado murió mi padre de forma repentina, posiblemente la persona que más he querido en toda mi vida se fue sin avisar.
Tras su muerte, después de pasar más de un mes sin ser capaz de entregar ningún texto al taller literario en el que participaba, mi amigo Germán tuvo la ocurrencia de forzarme a escribir preguntándome sobre la vida de mi padre.
Os aseguro que el ejercicio de redacción que inicié aquel día ha sido de lo más placentero que nunca he hecho y que, la novela autobiográfica que algún día acabaré editando, habrá sido la mejor terapia para no volverme loco en este maldito mundo de cuerdos.
Espero que disfrutéis con estos capítulos de la vida de los míos, con los relatos de una familia de provincias que amó, odió, vivió y murió como tantas otras en este santo País:
Relatos Provincianos
Querido Germán, intentaré mediante estos relatos, contarte el motivo de mi tristeza ante la muerte de mi padre, espero que cuando termines de conocerlo un poco mejor, puedas entender por qué ese día se me rompió el corazón.
Mi padre nació en el seno de una humilde familia de cuatro hermanos, su padre, el primero de los tres Ambrosios que ha dado mi estirpe, se llamó así por que nació un 7 de Diciembre en Guadalajara, en Anquela del Pedregal, un pueblo cercano a Madrid.
Por aquellos tiempos y en aquellas tierras, todo nuevo vástago debía recibir, siguiendo la tradición secular, el nombre del santo que se celebrara aquel día. Ya ves, me llamo Ambrosio (Ambròs en catalán) por esa maldita costumbre, pero podría haberme llamado Urbano, a veces no sé si alegrarme o llorar.
El bueno de mi abuelo paterno fue aparcado en un seminario con tan solo doce años de edad, y a los veintitrés, después de haberse decidido por los estudios de química y acabarlos, escogió ser sincero con sus superiores eclesiásticos y colgar los hábitos justo antes de celebrar sus votos.
En concreto, fue el de castidad, el que no tuvo valor de afrontar.
Dicen mis tías, que en materia de biografía familiar son la enciclopedia consultiva por excelencia, que aquellos hombres de fe se las ingeniaron para hacerle la vida imposible al primer Ambrosio de mi familia, y que este, ante la imposibilidad de encontrar trabajo en toda la provincia, tuvo que recoger sus pocas pertenencias y emigrar a Cataluña.
En los años veinte, un castellano en estas tierras era algo parecido a un etíope en el centro de China. Aquí poca gente hablaba castellano con fluidez, sus costumbres y aficiones distaban mucho de las del centro de la Península y en la zona del interior de Tarragona, donde mi abuelo fue a dejarse caer, el problema se incrementaba hasta límites descomunales.
El bueno de Ambrosio, hombre culto de aspecto ario, portador de una exquisita educación, con anteojos redondos estilo Mao, estampa alargada y rostro sensato, tuvo verdaderos problemas para trabajar como jornalero en las labores del campo, sus condiciones físicas no daban el soporte necesario para aguantar las largas jornadas bajo el sol.
La Masía donde fue a parar, era una de las más ricas de la región, y en ella, la familia Ventura seguía la antigua tradición catalana con una rigidez ancestral; a falta de un hijo varón o “hereu”(heredero), todas las tierras pasarían a la hija mayor “la pubilla” y el resto de las hijas serían casadas con propietarios de los alrededores para asegurarles una grata subsistencia.
Con ello las tierras se mantendrían siempre indivisas y el patrimonio familiar pasaría de mano en mano sin mermar su valor. No era tradición mezclar hijas con venidos de otras comarcas, y mucho menos con gente de la lejana y, en tiempos, enemiga Castilla. Para los Ventura, ese deshonor podría llegar a ser extremo.
La pubilla de los Ventura, de nombre María, era una mujer de armas tomar, alta y fuerte como una yegua, tozuda como una mula, simpática como las flores y salvajemente bella.
Mantienen mis tías, sus hijas, que a su puerta rondaban los hereus de mayor fortuna del lugar, y que su padre ya tenía medio apañada la unión con la masía colindante a sus tierras, con ello, el patrimonio familiar se multiplicaría por tres de un solo anillazo.
Insisten, mis tías, que Ambrosio cayó enfermo y que, como todos los aquejados de insolación, paso varios días en las cuadras de los Ventura al cuidado de las mujeres de la Masía. Que allí conoció a María, y que después de aquella convalecencia, no hubo noche que no acudiera junto a él para escuchar los cuentos que le leía. Le presentó a un tal Quijote que en La Mancha habitaba, a un pícaro incorregible que hacía de Lazarillo para un invidente malhumorado en Tormes, Al excelso alcalde de Zalamea, y a un montón de alucinantes Castellanos que vivían en esos textos.
Supongo que el amor debió llegar entre lectura y lectura, me la he imaginado muchas veces tumbada bajo alguna luz de aceite, apoyando su cabeza sobre el hombro de mi abuelo, embobada, deleitándose con la gravedad de su voz.
Y llegó el momento en que las evidencias no se pueden esconder, llegó aquel episodio que narran mis tías en el que mi bisabuelo escondió un arma bajo el lecho del Castellano desestabilizador.
Lo prendió la policía, durmió a la sombra unas semanas y después de ser pagada la multa por María, esta, desheredada de tierras, ganado, fortuna y apellidos, marchó con él a Barcelona.
Puesto que no podía casarse con una mujer sin apellidos, y aprovechando el hueco dejado por el ateísmo de los Ventura, mi abuelo no dudó en bautizar a María con el castizo apellido de Buenaventura, tachando de un divino plumazo toda relación con su estirpe.
Encontró trabajo como químico en una fábrica del barrio de Las Corts, y con sus primeros jornales pudo pagar el alquiler de un luminoso piso en la calle Comptes de Belloc. Tras superar seis plantas de interminables escaleras, la luz era el único confort que la vivienda podía darles, pues por lo que cuentan mis tías, los primeros muebles se tomaron prestados de la fábrica o recogidos por las calles de los barrios más ostentosos.
Al principio debieron quererse muchísimo o el frío de su hogar les unió más de la cuenta, pues los tres primeros hijos no tardaron en llegar, a la mayor la llamaron Agustina, a la segunda María, y al siguiente, un varón de aspecto angelical, Ambrosio.
Ese niño nervioso y risueño acabó siendo mi padre.
Continuará...
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