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Abrí la puerta y observé a aquel tipo. Tenía la cara pálida, sin expresión; los ojos negros como dos cuencas de ébano, cabello escaso. Vestía un impecable traje de funeral y unos zapatos de charol. Había algo que desentonaba en su aspecto: esa corbata que rayaba en lo ridículo, gris como el resto de su vestimenta, pero adornada con unos tontos dibujos fosforescentes de esqueletos. No sé por qué, pero me pareció un diligente empleado público.

—No te esperaba tan pronto —le dije sin temor.

No habló; solo se quedó mirándome con sus horribles ojos.

—¿Supongo que viniste a lo de siempre? —le pregunté, pero no respondió.

—Bien, amigo, ven conmigo. Te invitaré un café.

Caminé hacia la pequeña cafetería que se encontraba a dos cuadras de mi casa. A medio camino volteé para ver si el tipo me seguía. Ahí estaba, tras de mí, como si flotara. Entré por la puerta de vidrio con el letrerito de “empuje”.

—Buenos días —dijo la mesera, de hermosos y grandes ojos verdes.

—Buenos días —le respondí, aunque no podía sentirme más alejado de la realidad en un día como ese.

Me senté en mi mesa de costumbre, y él se colocó frente a mí. Le esquivé la mirada; ya no podía soportar aquellos ojos desgarradores. Saqué una cajetilla de cigarrillos y se los ofrecí, pero no los aceptó. Encendí uno para mí y comencé a fumar compulsivamente.

—Dos cafés, por favor —ordené a la mesera.

—¿Dos, señor? —preguntó desconcertada.

—Sí, dos —le dije.

Vi alejarse a aquella linda adolescente rumbo a la cocina, en un maravilloso vaivén de caderas que hacía que su falda pareciera una campana de convento. Sentí una necesidad apremiante de abrazarla y protegerla, como a un animalito desvalido. Por supuesto, no lo hice. Minutos después, tras un par de cigarrillos, volvió con la orden. Puso las tazas en la mesa, sonriéndome dulcemente. Tomé una y acerqué la otra a mi acompañante. Encendí otro cigarrillo y empecé a tomar el café a sorbos.

—¿Cómo? ¿Cuándo ocurrirá? —le interrogué en voz baja, ya algo ansioso, pero él siguió con su desesperante silencio.

—¿Qué dijo, señor? ¿Desea algo más? —preguntó la camarera, volteando mientras limpiaba la mesa contigua a la nuestra.

—No se preocupe, solo pensaba en voz alta —respondí, excusándome.

Esperé a que se alejara para pedirle a mi acompañante que me dejara marchar hacia el mar. Ver la inmensidad de sus aguas me apaciguaría. Era un deseo tal vez absurdo, sobre todo porque estábamos en invierno, pero no importaba; era algo que quería hacer con una avidez irrefrenable, como si mi vida se resumiera en ese simple acto. Él permaneció callado, como lo había hecho toda la mañana.

Apagué el sexto cigarrillo, saqué un par de billetes y dejé una gran propina. Me levanté con la intención de cumplir mi deseo.

Apenas salí de la cafetería, caí al suelo sobre un charco formado por la copiosa lluvia del día anterior. La autopsia dictaminó: “Muerte a causa de ataque cardiaco”. El tipo, siempre tan eficiente, cumplió con su misión en el tiempo indicado.

Texto agregado el 14-02-2005, y leído por 168 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-02-2005 guaguuu exceletente, me costo enterdo,pero creo que ese tipo de narracion es el que mas me gusta Akxa
14-02-2005 Es una buena manera de describirlo, me encantó. Tienes una prosa rítmica y desenfadada, de esas que se convierten en transparentes y dejan ver la historia con la nitidez de un escaparate, felicidades, no es fácil conseguir una escritura así, lo sé por experiencia. La identidad del hombre de cuencas oscuras era previsible, pero aún así, el relato se disfruta a la espera de descubrir un final sorpresivo. Espero que me presentes algún día a la muchacha de la “campana de convento”, y por si la guardases celosamente, ahí van mis estrellas para convencerte. Nos leemos, un saludo. shaitan
 
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