La cosa es así de simple: Es viernes y tengo dieciocho soles y cincuenta centavos conmigo. Eso es todo lo que tengo. Los he contado una y otra vez. Está el billete de diez soles con la cara del aviador nacional que se fue de cresta hacia la base enemiga. Luego hay una moneda de dos, seis de un sol y una pequeña de cincuenta centavos que parece falsa. No hay más. Sin embargo, con eso puedo comprar dos cervezas grandes en algún bar de la ciudad. Talvez no en uno muy decente pero eso me tiene sin cuidado y espero que a vosotros también.
Continúo.
Todo en mi cuarto está anaranjado por el sol, que a estas horas de la tarde, ya decidió incendiar los edificios de mi lado de la ciudad. Dadas dichas circunstancias atmosféricas, las monedas y el billete que están regados sobre mi escritorio tienen la apariencia de islotes de oro sobre una laguna de lava. El billete de diez es verde pero no se nota. También se ve anaranjado. El sol es un rey midas tocándolo todo aquí en casa y las cosas más feas se convierten en animales fantásticos al tornasolarse. Los libros de la biblioteca brillan tanto que no podrían contener otra cosa que no fuese la explicación del mundo o el diario privado de Dios. Mis lapiceros son ahora lanzas de luz capaces de atravesarle las alas a mis peores recuerdos. Mi jean un traje de superhéroe. Mi cabeza un feroz nido de rayos. Y al centro de todo este mundo de fuego, las monedas y el billete, flotando sobre la poligonal laguna de lava.
A lo que iba, queridos amigos, es a que semejante visión me ha revelado (talvez sin el fuego dentro de casa no lo hubiese notado) que en ese billete y esas monedas, vive furiosa como una gema rodeada de rocas, la palabra posibilidad. Y en este preciso momento la palabra posibilidad es la más hermosa y anaranjada de todo el diccionario. En los filamentos de esos dieciocho soles y cincuenta centavos está poseso como un demonio el rumbo salvaje de esta noche de viernes capaz de llevarme a la lucidez de la locura o a la madriguera del insomnio.
Ahora bien.
No quiero ir a beberme esas cervezas solo. Precisamente en este instante estoy revisando una lista de nombres cuidadosamente. No quiero ponerme a beber solo, pero tampoco quiero terminar chocando vasos con alguien que me hable de automóviles o de gente famosa. Estoy pasando mi dedo sobre ustedes y estoy siendo un real hijo de puta descartándolos y seleccionándolos.
Espero que entiendan que no se trata de nada personal y sí del hecho de no querer mandar a la mierda una vez más mi noche de viernes hablando de engrapadores, de ropa o de los países que hemos visitado. Tampoco iré para notar si se han hecho un peinado nuevo o si le abrieron un hueco más a su cinturón. No quiero oír de planes de ahorro ni de pastillas para el dolor de cabeza y gritaré como un desadaptado si me sueltan frases tipo “a que no sabes que me compré”.
La noche está aquí. La noche es una perla negra que nos llama. Estoy colocando todos los islotes de fuego en mi bolsillo. Meto mi mano y los apreso fuertemente sintiendo que la velocidad del mundo está contenida en ellos. En un momento abriré la puerta de mi casa, bajaré las escaleras y saldré andando. Llegaré al bar. Pediré la primera cerveza y ENTONCES, mientras escucho la música de todas las fiestas del mundo y veo a la gente recorriendo las maravillosas venas de esta ciudad, me quedaré esperando a que aparezcan bajo el umbral del bar, más bellos que nunca, a inundarme con sus verdaderas pupilas, a hablarme con sus verdaderas voces de kaleidoscópio. A hablarme en un idioma virgen y loco de sus sueños de cuadernos, de todas las cosas que realmente importan y que precisamente por su naturaleza salvaje sólo pueden ser explicadas con palabras ridículas – fugaces – inaudibles.
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La decisión es vuestra
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