E L P A C I E N T E
Aunque no pudo escribir sobre ello como lo planeó, Matzo nunca olvidará el día en que decidió salir a caminar sosteniendo un cojín de su sofá. El cojín era sencillo, de color púrpura y satisfactoriamente rellenado de algodón sintético, parte de un juego de sala modesto pero atractivo. Quería mostrarle su cojín al mundo entero, así que comenzó por caminar sin rumbo por los pasillos y placetas de un centro comercial.
Al caminar frente a las vitrinas de los establecimientos, se dio cuenta de que las personas observaban la animosidad con la que elevaba muy alto los pies en su caminar orgulloso, exhibiendo su cojín como quien presume a su primogénito lindo. Decidió que iba a escribir un cuento o algo sobre las diferentes reacciones que las personas tuvieran al verlo. “La gente va a pensar que mi cojín representa mi alma, o algo así”, se dijo, mientras meditaba sobre la forma en la que estructuraría su cuento.
Se imaginaba a sí mismo, figurando su espalda en vaivén frente al firmamento y el cojín contra las costillas.
Cuando pasó entre un grupo de jóvenes, como en cámara lenta, dejó de ver su espalda y, mientras seguía caminando, se quedó viendo a los jóvenes, y ellos decían: “Qué cojín más corriente...”, y de nuevo regresó la atención a su espalda, que se veía como una silueta por el contraste del sol hacia el que avanzaba.
Luego, junto a una fuente que adornaba el centro comercial, se dio cuenta de que un grupo de amigas, adolescentes como él, lo veían extrañadas. Ellas dijeron: “Ese cojín está muy sucio... ¿Cómo le va a hacer?” Definitivamente era algo que tenía que incluir en su cuento. “Es un mundo en el que tenemos que esconder nuestra sucia alma, va a pensar la gente que simboliza esto”, se dijo, reflexionando sobre las posibles, acertadas o no, conclusiones que las personas derivarían de las imágenes que plasmaría en su cuento, y que estaba viendo en ese momento.
Después se encontró con un grupo de personas mayores que él, aunque todavía con posibilidad de ser consideradas jóvenes. Interrumpieron la conversación que tenían, dos a un lado del pasillo, el otro recostado en la vitrina frente a ellos, para observarlo caminar entre sus alientos. Mientras los dejaba atrás, ellos dijeron: “Yo tengo uno como ése en mi casa, pero más grande”. Él se dijo: “No sé qué va a pensar la gente que significa eso”, y continuó su andar, con el cojín en brazos.
Finalmente, al salir a una placeta fuertemente iluminada, lo alcanzó un muchacho que podría tener uno o dos años menos que él. Parecía tener el cabello con canas. Su ropa se veía vieja y su cara también. Todo parecía indicar que era un vagabundo, pero él no tuvo esta reflexión en este momento, ni nunca.
Si no tuvo espacio de reflexiones de cualquier índole fue porque su atención se había saturado al ver que el muchacho también sostenía un cojín. El cojín del muchacho era pequeño, como un cuarto del tamaño del suyo. Era gris y con unos patrones decorativos de rayas y rombos. Sin mediar palabra, el muchacho se le puso frente, deteniendo la marcha que no se había interrumpido desde que se bajó del auto. El muchacho a señas le indicó que le diera su cojín, y él obedeció. El muchacho le dio el suyo, y concluido el mudo intercambio, el muchacho desapareció bajando las gradas al parqueo subterráneo.
No podía moverse. No podía hablar. No sabía precisamente lo que acababa de suceder. Recobró su compostura y continuó su camino, ahora cargando el cojín del muchacho.
Llegó a la plaza principal del centro comercial, donde se encontraban congruentes todos los pasillos y elevadores. Por eso eran muchas las personas que transitaban en distintas direcciones, dando pasos acelerados pero cuidadosos para no chocar con las personas que caminaban en otros sentidos. Al ver a todas esas personas, ignorantes por completo del momento maravilloso que acababa de vivir, se puso a llorar. Lloraba con tanta intensidad que le parecía que se le volcaban las vísceras. Se sentía débil e indefenso, quizá porque sólo había llorado así cuando acababa de nacer.
“¿Qué les pasa?”, balbuceó. “¿Qué no ven lo que acaba de pasarme?”, murmuró. “¿No se dan cuenta en qué se han convertido?”, dijo. “¿Por qué permiten esto?”, gritó, con lo cuál se ganó algunas miradas, unas más duraderas que otras, pero todas regresando finalmente al piso, o los niños, o a las vitrinas, o a una mujer. El llanto parecía devorárselo. Era una tristeza profunda, como el abandono de una madre. Seguía gritando con la baba corriéndole entre los dientes hasta que suficientes personas se dieron cuenta de lo que estaba haciendo. Supo que lo estaban reconociendo por los guardias de seguridad que se acercaron a él. No podía escuchar lo que le decían; lo ensordecían sus gritos y su dolor. Trataron de contenerlo, pero su fuerza se había vuelto descomunal. No tardó en llegar la policía.
– Ya anda fregando otra vez este viejo chuco.
– Sí. Yo pensé que ya estaban portándose bien estos vagos, pero siempre sale éste fregando a la gente. Digámosle que esta vez sí nos lo vamos a llevar.
– Ya va a venir el Doctor. Él siempre lo asusta y se queda quieto unos días.
Los policías lo veían de lejos, en las afueras del centro comercial. Se había echado en la cuneta, con la cabeza descansando en un bulto gris raro. Estaba cansado. Había caminado toda la mañana, en ayunas. Tenía ojeras de polvo. Cuando comenzaba a cerrar los ojos, se levantó del espanto al ver esos zapatos negros lustrados que tan bien conocía, debatiéndose con la bata blanca inmaculada del Doctor. Tomó su bulto y salió corriendo, sin despegarle la vista espeluznada. Fue por eso que no vio a los policías que lo interceptaron en su carrera.
– ¿Adónde vas? ¿Que no te cae bien el Doctor?
– ¡Suéltenme! – Les rogaba.
Con energía de a saber dónde forcejeaba con los policías, inútilmente. El Doctor llegó hasta ellos y les preguntó: “¿Qué hizo ahora?”
– Lo de siempre. Se pone a molestar a las gentes y a los cipotes.
– Dicen que le arrebató uno a una señora y le empezó a decir cosas y a la señora casi le agarra ataque. Pensó que le iba a robar al niño.
“¿Es cierto?”, le preguntó el Doctor, entre la risa. “¡Yo no le iba a hacer nada! ¡Sólo lo quería salvar!”
Continuó luchando con los policías hasta que el Doctor sacó una jeringa de su maletín. “Ah, ¿verdad? ¿Verdad que no querés inyección otra vez?”, le dijo el Doctor, entre la risa. Se calmó con la respiración de motor y baba, y la vista fija en la aguja. “No te estás portando bien... ¿Querés que te quiten tu cojín?” A la sola mención de su cojín, se le desorbitaron los ojos y afiló los dientes. Sin duda era una amenaza que no pretendían cumplir. Recordaban muy bien cómo se comió el ojo de un policía cuando intentó quitárselo. “Vaya pues, entonces ya basta de estar molestando a la gente. Mira que somos buenos en dejarte aquí y no llevarte otra vez. Te hemos dejado aquí tantos años ya. Pero está bueno, quedate aquí; pero, por favor, dejá de molestar a la gente. Sólo vienen a comprar, no a que los salvés. Ellos no quieren ser salvados, entendelo. No se lo merecen”.
Ya más tranquilo, confortado por el tono amigable del Doctor, concluyó que no habría inyecciones ese día, y que todo el asunto no pasaría a mayores si se portaba bien. “Mire doctor, ¿sabe que puedo matar a alguien con un golpecito de los nudillos?”, le dijo entusiasmado. “¿En serio? Eso no me lo sabía yo, fijate, y eso que soy doctor”, le respondió el Doctor, “Enseñame cómo le hacés”, confiado de la imposibilidad de matar a una persona con un golpecito con los nudillos.
El polvo salía flotando de su barba canosa mientras se la rascaba. Eso le dio risa a uno de los policías. “Acuéstese”, le indicó al Doctor, que le siguió el juego. “Vaya, ¿y ahora?” Se agachó junto al Doctor y dijo: “Ahora se pone la mano así, como que si se va a tocar una puerta para que la abran, y con los nudillos se le da a la persona en este huesito más abajo del ombligo... Así.”
“Ay...”, se quejó quedito el Doctor, al que se le trabaron los ojos y quedó la lengua extendida en la quijada. Vio a los policías como un niño que recién rompió la cerámica favorita de su mamá. Travieso. Ellos le dijeron que agarrara su cojín y se lo llevaron. Ya no salió de la cárcel Matzo.
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