Una habitación vieja, amplia y vacía, de techo alto, pintura verde derruida cubre apenas las paredes. Un piso de madera lleno de polvo y por la única ventana al frente, se cuela la luz del atardecer.

En el extremo derecho del cuarto en la pared de la ventana, un joven está sentado en el suelo, recargado en la esquina, con la cabeza recargada en las rodillas y sus brazos rodeando sus piernas. Vestido con un pantalón de mezclilla y suéter oscuro, aprieta sus manos con fuerza en torno a él. Se concentra en el paisaje sombrío dentro de sus ojos y suspira como si quisiera acabar con todo el aire existente en la tierra. Entonces una lágrima y otra más se le escapan. Silencio.

Alza el rostro y su mano pasa suave por sus ojos, mira el polvo brillar en la luz dorada que entra por la ventana. Las partículas se mueven, giran, forman un eje y la luz danza entorno a él, corta el viento, el espacio. Entonces un remolino radiante de telas vaporosas que visten una beldad fulgurante, una voz delicada que le llama a su lado.

Él se levanta y camina hacia ella quien le tiende la mano y le habla con voz dulce: sé sin tener lugar... sé... -Te conozco...- Y así en esa cercanía están en cualquier lugar y en ninguno, con el mundo abierto y el futuro esperando.

Se desvaneció en la cálida placidez de un abrazo que le protegía. Se abandonó a la nueva luz del astro que ahora le guiaba dentro de su sombra.

Despertó. La noche había caído. Cenizas doradas teñían su mano.