Cuando las puertas se abren, ya estoy preparado. Me he puesto la indumentaria y tendido mis instrumentos sobre la mesa. Se escuchan ecos en esta casa y pequeños sonidos acompañan los pasos de los feligreses que entran.

Sus rostros se maravillan al ver el lugar, con todos sus símbolos y formas. Se maravillan también al verse unos a otros, mientras se acercan al frente, como en cámara lenta.

Les hablo, pero no es mi voz la que sale de mi boca, son palabras de otras personas, en otros tiempos, transformándose a través de mi interpretación, adquiriendo valor actual, siendo nuevas de nuevo, importantes.

Los veo desde aquí arriba y comprendo la importancia de mi labor. Su presencia cada fin de semana en este lugar llena de significado sus vidas, y por supuesto, también la mía. En cuanto subo, me rejuvenezco, dejo de tener treinta, dejo de tener edad, me convierto en una figura que alguno de ellos intentará emular y superar en algunos años.

Ellos se ponen de pie, entran en trance con la música, cantan el coro del gospel sin saber las letras, pero ponen todo su corazón en cantarlo, en la alabanza parecen una sola entidad, unida. Pasado un rato, que no puede ser medido en tiempo sino en devoción, caen cansados sobre las sillas.

Se acercan al frente y toman su comunión, la pasan con agua y continuan con la celebración de la vida.

Mis manos se agitan, para captar su atención, que con el paso de la ceremonia tiende a perderse. Son pocos los que sienten el llamado y menos aun aquellos quienes tienen energía para continuar, pero esos pocos logran apreciar cosas que les serán negadas para siempre a aquellos que se negaron al llamado. Ni siquiera si las palabras que les transmito son repetidas, serán las mismas. Nada puede repetirse y sentirse igual que la primera vez.

Los cánticos suenan con furor hasta que surgen los primeros rayos del sol, cuando todo suele acabar estoy completamente extenuado, pero estoy satisfecho.

Retiro mi equipo de la mesa, guardo los vinilos en sus sobres y retiro mi audífonos.