Sentí el roce inexistente de una mano sobre la espalda y algo parecido a un temblor comenzó a recorrerme la nuca. Aquella mirada volvía a posarse como una visitadora anónima, y deseé con vehemencia que P. volviese pronto.

Ya no supe cómo seguir esperando a alguien que se demora en asuntos quién sabe si trascendentes, mientras una tarde de lluvia se aleja para siempre afuera y aquí, sobre la mesa, esperan un libro desgastado entre mis dedos melancólicos que siempre vuelven a rozarlo, y una taza de café que se resiste al olvido.

Aquella tardanza estaba provocando más de un pensamiento, aflorando como ventanas que se abren en un patio de penumbras, mientras sus diferencias se agolpan entre los cristales, entre estigmas vacuos.

En la calle, un pájaro se hacía escuchar entre el mundanal ruido. Impertérrito, luchaba con sus propios acordes entre las extrañas músicas que se esconden siempre entre tantas y tantas voces de humo o escurridiza lluvia.

No me atreví a volver la mirada. P. llegó sonriente y anunció que ya nos íbamos. Había tardado más de lo esperado y ya las horas del reloj marcaban un ritmo diferente entre mis ojos. Sin embargo, una ventana cerca de mí se abrió de forma repentina mientras un golpe de aire penetraba como una sombra, llevándose mis pensamientos.

Mis ojos no se atrevieron a buscar los suyos, que seguían clavados desde alguna parte del silencio.

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