El tema de usar preservativo para mi siempre fue un dilema sexual existencial. Ese tema de masajear el pavo, adobarlo, condimentarlo bien condimentado, ponerlo bien a punto con la temperatura justa y después tomarse esa abrupta pausa de tinte técnico sanitario para comerlo produce en mi una especie de desbalance espiritual que más de una vez me a dejado con el ímpetu caído. Sería algo así como que en mi cabeza hay una pintura surrealista con tetas, montes negros, caricias, manos, lenguas, curvas glúteas y de repente hay que subtraerse a la pintura fría del sobrecito plateado sobre la mesita de luz, y entonces respirar hondo, estirarse mientras vaya a saber en lo que ella piensa o siente, y morder el sobrecito, sacar el bonetito, agarrarlo por la puntita y sacarle el aire y todos esos malditos procedimientos que me hacen aflorar mi ingeniero reprimido y ponerse el forro es entonces una ciencia exacta que paradójicamente no sirve para mantener la grúa funcionando al cien por ciento de su productividad. He así intentado contrarrestar esta dificultad tratando de implementar nuevos métodos como dejar el bonete bien próximo para que abreviar la pausa, o inclusive algunas osadas amigas de ocasión han aceptado la propuesta de colaborar labialmente con el procedimiento preventivo. Pero la verdad que nunca pude hacer de este conflicto una solución. Creo tener demasiado arraigada la herencia ideológica de mi padre, mi tío, mi abuelo, que piensan que con el forro no se siente lo mismo. Y yo a pesar de todas esas charlas de educación sexual secundaria que nos sacaban de literatura, de inglés, de historia y en las cuáles uno se calentaba con la mina que explicaba como ponerse el forro sigo pensando que el forro atenta contra la comunión humana que se concreta en el acto del coito, es como un muro de Berlín entre su intimidad y la mía, una membrana elástica que nos separa como si fuéramos cilindro y pistón. Remontándome en la reflexión pienso que debe haber metido algún cura en la historia de la invención del forro porque solo alguien que desvirtualiza y disminuye el acto sexual sin fin de progenie puede haber sugerido la utilización de un material tan innatural, frío, y molesto como es la goma plástica. Es decir flor de forro fue el inventor del forro que no pensó en el lado humano de los que lo íbamos a usar. Es más a veces me seduce la idea de descartar el camaleón por alguna tripa de cerdo como dicen que se usaba en el campo, me parece más cálido, mas natural, pero no creo encontrar ninguna musa que no salga corriendo frente a tal propuesta. Pero a veces debo confesar mis instintos se han negado a profesarse en contra de esa sublime revolución anímica pre penetración y me he adentrado a la mar asi nomás sin chaleco salvavidas. Y creo que ese fue el comienzo de comenzar a tomar conciencia o de dejar participar a mi ingeniero reprimido en mis sesiones nocturnas de cama y pasión. Una mañana de esas en que uno se levanta con las lagañas enmarañadas en los párpados, la cabeza adormilada y camina como noctámbulo hacia el baño me lleve un verdadera sorpresilla al desenfundar el miembro. Solitaria, alegre, descarada y con postura solemne una verruguita se erigía en allí, justo casi a un lado desde donde se abren las compuertas al orina. Y me quedé como espantado mirándola como quién mira un rayón en la puerta del auto cero kilómetro. Que podía hacer una verruguita ahí, en ese lugar donde nadie la había invitado, sin lugar a dudas se había filtrado sin permiso ni concesiones mías. Me quise enojar pero me pareció muy estúpido e inclusive inútil enojarme con esa verruguita que ya era parte de mi identidad. Volví a guardar cada cosa en su lugar, me di una ducha y me fui de Mandeleiev, un médico ruso de la familia que tenía no sé que parentesco con el creador de la tabla química, o por lo menos eso fue lo que nos vendió. Cuando Mandeleiev con una lupa observaba la pequeña verruguita en el céfalo de mi miembro yo me sentía como si tuviera alguna especie de jeróglífico impreso ahí abajo. Se quedó así inclinado observando con la lupa que alejaba y acercaba con mirada seria. Estaba el viejo este agachado, con la camisa celeste a medio salir de su pantalón, su pelada como agujero de ozono entre las canas y con tanta minuciosidad estudiaba la verruguita que yo pensé que en el mejor de los casos era yo el primer afectado por vaya a saber que enfermedad desconocida y a lo mejor salía en los diarios y revistas internacionales de ciencia médica pero no. El viejo se levantó y con una sonrisa popeyesca me dijo: Es sólo el HPV H no sé qué V escuché y casi caigo como un secador de piso al piso valga la redundancia. La primera asociación que hice fue H no se cuánto V, es HIV, y HIV es SIDA y ahí sí que estoy frito, hombre muerto, o agónico por lo menos y encima condenado, condenado a usar forro para todo el resto de lo que me quedaba de vida porque tampoco era cuestión de andar contagiando porque mis retobados instintos se negaban a ponerse un preservativo. El viejo debe haber visto la mirada nerviosa fija y desbocada que se paralizaba en mi rostro y me dijo: No es nada, cualquiera se agarra el virusito ese, es un mocoso entrometido me dijo con el excéntrico humor que lo caracterizaba y empezó con una perorata de virus activos, pasivos, latentes y no se cuánta verdura más que al fin y al cabo decía que la verruguita era producto de que este vi-ru-si-to se había activado. Pero la verdad que a mi poco me importaba toda esta explicación de agentes patógenos y virus que atentaban contra mi virilidad y me quedé mirándolo como en expresión de cómo seguimos ahora Madeleiev me hizo una seña con la mano y me senté en su escritorio. El viejo se rascó la frente, la pelada, se metió un dedo en la oreja y después con las manos frente a frente y golpeando los deditos en armónica sucesión me dijo: Hay que colocar un ácido Dejáte de joder – se me escapó violando todos los parámetros de la relación médico - paciente preestablecidos, y él solo contestó Si, el ácido es la única forma de eliminarla Mientras yo cavilaba si el ruso este me esta bromeando o era verdad lo que me decía, Mandeleiev sacó la tablita de los elementos químicos y no obviando de recordarme su relación con el creador de esa clasificación tan perfecta, me señalo con el dedo un elemento químico que vendría a formar parte del aciducho ese que me quería poner. ¿No hay otra forma? pregunté mientras se me cruzaba la idea del alicate, procedimiento que había utilizado para despojarme de algunas verruguitas de las manos en mi niñez, para mi, sonaba mejor que él ácido. El ruso hizo una especie de negación arresignada que no me gustó mucho y cuando le pregunté si dolía me dijo secamente no, y no me gustó esa sequedad porque por lo general cuando el viejo contestaba de esa forma mentía. Pero igual accedí de la misma forma a que me ponga el ácido para terminar esta historia de verrugas entrometidas en lugares inhóspitos, valga acentuarse la segunda parte de esta palabra para que sea más concreto el carácter del lugar. El viejo me colocó en una camilla reclinable y después se acercó con unos cintos y hebillas que no me gustaron nada. Me pidió que me sacara el pantalón no sea que vaya a agujerear el tejido me dijo y entonces le dije: Cómo agujerear. Pobre mi pito. Su pito no es tela – dijo Mandeleiev ahora con un acento cruzado ruso- castellano como si le estuviera resurgiendo alguna especie de científico demoníaco. Con cara de pánico observé como Mandeleiev sujetaba mis muñecas y tobillos a la camilla, cada tanto me miraba con una sonrisa y yo trataba de distraerme mirando algunos retratos de Yuri Gagarin que tenía en su consultorio. Me dejó todo amordazado a la camilla mientras se hizo a un costado y con una palita revolvía un frasco con un líquido negro que de tanto en tanto miraba a tras luz y que emanaba un asqueroso olor a laguito del parque independencia. Se colocó un delantal verdoso con algunas manchas diseminadas que quise pensar no eran de sangre y para concretar toda su preparación sacó de un cajón unas gafas horribles que se puso a modo de protección contra el ácido que iba a poner en MI PITO. Es solo un momento – me dijo y me metió un pedazo de cuero en la boca haciendo con los dedos una seña de que muerda. El tiempo desde que la primer gota se desvinculó del hisopo y comenzó a caer hacia mi virilidad duró para mi lo que duran tres vidas. Sentí el impacto de la gota negra y un ardor caliente me impaló hasta la nuca. Mordí el cuero ese con furia y veía como Mandeleiev seguía tirando gota tras gota. Mis piernas y brazos se contracturaban del dolor. El viejo seguía, se empezó a impacientar pero seguía tirando el ácido sobre mi pito, en un momentos se arrancó los lentes y exclamó: Es dura la guacha El vocabulario para nada científico ni siquiera me impresionó porque ya podía esperar cualquier cosa aquella mañana y el viejo continuó arrojando gotitas hasta que en un acto de desespero me hecho todo el contenido del frasco en pleno pene y ahí sí sentí un dolor agudo y cortante que solo pienso puede compararse al parto, con todo el respeto que la mujer se merece. Mis dientes se clavaron en el cuero y sentí a mis colmillos atravesarlo de lado a lado, un gusto a sangre espantoso y un apagón que dejó todo en negro. Me desperté horas más tarde. El viejo leía en un rincón y cuando me vió volver en mi conciencia esbozó Todo fue un éxito Y mirando yo las marcas lívidas en mis muñecas pensé A la mierda que el éxito cuesta Le dije al viejo que por favor y aunque era insensato que mirara a otro lado mientras yo inspeccionaba el éxito. Y concretamente a pesar del aspecto amorcillado de la zona la verruguita había desaparecido. Mandeleiev se sentía algo así cómo un héroe, me dijo que jamás había visto una verruga tan arraigada y batalladora pero solemnemente afirmó que con él nadie podía. Volviéndose a explayar sobre algunas cosas más sobre el HPV, virus, anti-virus, la tabla de mandeleiev y otros delirios biológicos concluyó diciendo usá siempre preservativo y yo no sé si por obediente o cagón salí del consultorio y a la vuelta de la esquina compré una caja de ciento veinte preservativos. Sólo me quedó de consuelo la sonrisa pícara de la kiosquera que vaya a saber que barbaridad sexual se imaginó y me fui caminando bien macho como para no defraudarla. En el fondo pensaba que era hora de aflojar con los impulsos instintivos de mi macho y empezar a resignarme al impás técnico de ponerme la goma, no quería nunca jamás volver a vérmelas con el viejo Mandeleiev, su ácido perverso y la sonrisa burlona de Yuri Gagarín que desde su retrato parecía tomarme el pelo.
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