uNo
Como siempre en la última semana de cada mes su turno en la concentradora comenzaba a las 6:00 de la mañana y terminaba sagradamente a las 1:00 de la tarde, cuando el sol calaba sin asco la piel del ser humano y el voraz viento del desierto de Atacama levantaba todo el polvo del planeta. Esa semana le correspondía ‘la mañanera’. Como era ya costumbre el autobús lo recogió puntualmente ese día a las 5:00 de la madrugada, cuando el frío partía las manos y la cara. Era necesario llevar puesto los calzoncillos largos, los guantes y el mameluco térmico, esto era una regla sagrada en toda la guardia compacta integrada por sus ‘ganchos’ o compañeros de faena. El día anterior todos ellos habían estado hasta muy entrada la fría noche comiendo truchas y bebiendo esas interminables rondas de espumosos shops en el sucucho o cantina que por décadas acostumbraban frecuentar. Próximo a jubilar don Segundo Colque llevaba 23 años en la empresa de cobre más grande del planeta: Codelco Chile, División Chuquicamata. Junto a su familia habitaba una casa ampliada justo a la entrada de Calama; la mayoría de sus tres hijos ya estaban grandes y sólo el menor aun no se marchaba de casa. Llevaba casi 20 años de matrimonio con doña Elisa su mujer quien durante dos décadas le había aguantado todo, incluido lo de la guagua esa que a él se le ocurrió engendrarle a esa joven mesera que conoció en una de las tantas salas de cerveza de la ciudad. Por ello y por otros traspiés menos graves don Segundo estaba condenado a pagar todos los meses la famosa pensión alimenticia esa que tantos problemas le ocasionaba con su cónyuge. Sin embargo ella ‘por sus hijos’ seguía infranqueable a su lado, y aquel día, como todos los días desde que estaban juntos, le había dejado preparada la lonchera encima de la mesa del comedor.
dOs.
El agreste trayecto de 15 kilómetros de cerros de arena y piedras que mediaba entre la ciudad de Calama y el terminal rodoviario del mineral de Chuquicamata, alcanzaba siempre para que los mineros del turno pudieran pegarse desparramados sobre el micro su buena pestañada antes del comienzo de la jornada laboral la que siempre coincidía con la salida del sol, y aquel día no fue la excepción, más aun considerando la farra de la víspera y los 12º grados bajo cero que a esa hora escarchaban el altiplano chileno. Como siempre él terminaría por calarse a dormir como un oso apenas se subió.
Minutos más tarde el viejo abrió sus ojos, con asombro vio que el autobús se encontraba detenido. Pudo constatar por el vidrio empañado que el vehículo estaba completamente quieto entre decenas de otros buses todos absolutamente impedidos de avanzar producto -aparentemente- de una huelga de contratistas impagos que a esa hora bloqueaban la carretera que unía Calama con Chuquicamata, al menos así se podía ver en las pancartas que muchos de ellos portaban. Los subversivos ya habían encendido una barrera de neumáticos en desuso los que ardían incandescentes en una columna infinita de humo negro. La policía se encontraba apostada en el lugar, habían traído ’el guanaco’. Al erguirse en su asiento oyó una sinfonía de ronquidos provocada por sus compañeros que aun dormían impávidos en sus asientos reclinados hasta el máximo; el interior parecía una verdadera jaula de leones. No había caso; por más que quisieran ese día iba ser imposible acceder a las faenas. Tras 40 minutos de espera y sin mayores dilaciones las columnas de buses retornaron a la ciudad.
TReS.
Cuando Segundo abrió la reja del ante jardín de su casa abatido por el cansancio, pudo darse cuenta con asombro que algo extraño estaba ocurriendo allí adentro. De partida tantos seguros en las puertas no eran habituales a esa hora de la mañana, tampoco que los perros anduvieran sueltos en la calle. Supuso que ella no estaba en casa. Era posible que su mujer se hubiese marchado temprano a hacer sus diligencias al centro. Sin embargo cuando el curtido viejo observó el auto guardado en la cochera tal cual como lo había dejado la noche anterior, su preocupación aumentó justificadamente. ¿Y como no?, si más encima al entrar en la casa notó que el volumen de la radio estaba más alto de lo normal, no era habitual tanto barullo en su hogar. Tampoco lo era haber visto a su vecina asomándose con cautela entre las cortinas del segundo piso, como queriendo pasar desapercibida ante su presencia. Sobre la mesa del comedor los vestigios del desayuno daban lugar a un festival de moscas por el sol de la mañana. Era evidente que en su casa se acababa de tomar desayuno, ¿pero quiénes, la vieja y quién más, acaso alguna visita inesperada?; salvo eso sí que su hijo menor no haya asistido ese día al colegio, pero aun así la cosa le parecía extraña, porque estaba seguro que el niño acostumbraba a no faltar al colegio y enfermo no lo había visto la noche anterior. Apenas Segundo terminó de cerrar sigilosamente la puerta, sintió los quejidos de su mujer provenientes de la habitación matrimonial. Mientras avanzaba lentamente por el pasillo de la casa vio la ropa desparramada por el suelo; don Segundo sentía que su mente poco a poco se iba nublando.
cInCo.
La boca y los labios ya se le habían secado a don Segundo cuando el haz resplandeciente de luz del serrucho americano le cegó por un leve instante la vista….
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