Preso de una gran fiebre, Ancha Sumaq entró en una especie de estado de coma. No hablaba ni se movía, sus ojos parecían perdidos en un pensamiento lejano. Estaba acostado y desvalido, como un muerto que aún respiraba. Para todos era un caso perdido, no le esperaba nada más que la muerte. La única que no se dio por vencida fue Killa, la de ojos de luna, quien presentía en ese cuerpo aparentemente inerte el gran amor que su esposo sentía por ella. Trajo de lejanos ayllus a los mejores curanderos del imperio, pero ninguno de ellos pudo recuperarlo.
Un día en el que las fuerzas de la pobre Killa parecían desvanecerse en la desesperanza y su alma, azotada por la desgracia, quiso sucumbir ante la adversidad de ver a su esposo deteriorarse con el paso de los días, se presentó ante ella el pequeño Sakri con un mensaje importantísimo de Watuy.
—Bella Killa, soy Sakri, el niño que ayudó a tu esposo a cumplir su misión. Te traigo el encargo de la anciana Watuy —dijo el niño entrecortadamente.
—Habla, pequeñín, que me dejas con el corazón en la boca —musitó Killa con un gesto de angustia, aprovechando la extraña pausa en el hablar de Sakri.
—Payqu alliyrna, esa planta que cura cualquier enfermedad, es lo único que puede recuperar a Ancha Sumaq —dijo el niño tratando de completar su mensaje.
—Creí que ese era un mito, que no existía tal prodigio —interrumpió la de ojos de luna.
—Sí existe y se encuentra en las inmediaciones de la ciudad secreta donde…
—El espíritu más fuerte se doblega y el tiempo nos devora —completó Killa, pensando en aquellas palabras que escuchó repetir tantas veces, pero que nunca comprendió.
En los días siguientes a la visita del niño, la de ojos de luna pidió ayuda a los amigos de Ancha Sumaq. Trató de convencer a los guerreros más valientes del imperio, incluso ofreció sus tierras al que trajera la Payqu alliyrna, pero nadie aceptó el reto. Todos temblaban solo de escuchar a dónde tenían que ir. Estaban convencidos de las historias que se contaban sobre esas montañas, sobre los amarus (especies de dragones del Ande) que robaban el alma al que osara internarse en sus dominios. Nadie estaba dispuesto a retar a los apus (dioses de las montañas). Killa, cansada de la cobardía y superstición de sus congéneres, decidió ella misma ir en busca de la planta milagrosa.
Se alistó para el viaje, se proveyó de víveres y dobló las mantas más gruesas, las cuales la protegerían del cruento frío de las montañas. Un día en que los rayos del sol quemaban con mayor intensidad, partió. Las personas de su aldea la miraban condescendientemente, pensando que había perdido la razón, que el dolor de la enfermedad de su esposo la había desquiciado por completo. Pero, aun así, nadie trató de detenerla. Le había dejado encargado todo a Chasca, la niñera que la cuidaba desde muy niña gracias a sus privilegios de noble. A nadie más que a esa señora robusta y de buen humor, a la que quería como a una madre, le hubiera dejado encargado lo más importante de su vida: esa gran masa de carne y huesos que un día fue un gran guerrero, pero que ahora era algo menos que un inofensivo bebé (un wawa).
Cuando ya se había alejado del Cusco, fue interceptada por Sakri.
—Espere, mi señora, la acompañaré en su viaje y la guiaré como lo hice con su esposo. —Está bien, pequeñín, vamos.
La travesía ese primer día fue cansada, pero tranquilizadora por los paisajes casi mágicos que observaron: las montañas verdes, llenas de vegetación y de florecillas silvestres, y la brisa fresca que acariciaba suavemente la piel provocaban en los caminantes un estado casi hipnótico de bienestar. Al llegar la noche, durmieron a la intemperie abrigados con las mantas que Killa trajo consigo. El niño, medio dormido y con un movimiento inconsciente, abrazó tiernamente como a la madre que tal vez no conoció a la muchacha que muchos dirían que no era todavía una mujer.
Al amanecer, Sakri se despertó con una energía inusitada, incluso para él. Despertó a Killa y la jaló:
—Vamos, mi señora, tenemos que ir en busca de la Payqu alliyrna. Vamos, no tenemos mucho tiempo.
El niño iba corriendo y saltando entre la vegetación, como una pequeña vizcacha danzarina, mientras Killa lo observaba con un afecto recién estrenado. Ella corrió tras él, en un juego en el cual el pequeño no se dejaba atrapar y ella hacía todo lo posible por agarrarlo. Pasaron todo el día en esos afanes interminables, hasta que anocheció y durmieron de la misma forma en que durmieron la noche anterior y las siguientes que duró su aventura, aferrados como una mamá y su nene.
Pasó mucho tiempo entre risas y correrías, hasta que la escasez de alimento preocupó a Killa. Sakri presintió lo que le ocurría a la muchacha:
—No te preocupes, mi señora, yo tengo la solución. No nos faltará algo para comer, cazaré vizcachas, soy bueno para eso —le dijo el niño acercándose a su oído y diciéndole esas palabras como si fuera un secreto.
Así fue, Sakri era un gran cazador y no tuvieron problemas para llenar el estómago. Pero con el paso de los soles en el firmamento, a Killa le surgía una preocupación más trascendente que la anterior, ya que la perturbaba pensar en el estado físico de Ancha Sumaq.
—¿Cuándo, pequeño? ¿Cuándo encontraremos la Payqu alliyrna? —preguntó en forma de ruego la muchacha.
—No te inquietes, mi señora, falta apenas dos días de caminata.
Ella respiró profundamente, aliviada por la noticia, sin presentir que esos días serían los más duros de su travesía.
Aquella tarde, el cielo se pobló de nubes grises que se precipitaron después a tierra como una fuerte tormenta. La lluvia y el granizo los sorprendieron, ya que en todo el viaje no se había presentado ni siquiera una suave llovizna. Corrieron, pero esta vez desesperados, buscando alguna cueva donde cubrirse. La encontraron y, adentro, prendieron una fogata para calentarse y secar sus ropas. Estuvieron largas horas en el interior de la cueva, calmados porque la tormenta ya había cesado luego de algún tiempo. A la mañana siguiente, pretendieron salir de su refugio, pero el rugido de un puma en la entrada de la cueva los asustó e impidió su salida.
Estuvieron varias horas acurrucados de miedo y en silencio para no llamar la atención de la bestia. El fuego se había apagado antes de que amaneciera, por lo que no tenían forma de espantar al felino. Además, el hambre era cada vez mayor, porque el pequeño estaba imposibilitado de capturar algo para comer. Cuando el día se oscurecía, habían dejado de escuchar los rugidos y gruñidos del puma, por lo que Sakri propuso salir y huir del lugar. La de ojos de luna no estuvo de acuerdo; le parecía apresurada esa decisión, pero el pequeñín insistía debido a los estragos del cansancio y el hambre. Salió de la cueva y ella lo siguió apresurada, dejando las mantas en la cueva. Solo cogió una honda que tenía amarrada a una de las mantas y la cargó con una piedra. El niño salió con sigilo y, ya afuera, subió a una gran roca que se encontraba a la entrada de la cueva desde donde divisó los alrededores.
—Vamos, mi señora, salga. El puma ya se fue, es el momento justo para huir.
Ella estaba a punto de obedecer al niño, se internaría en la cueva, recogería las mantas y se irían, pero cuando pretendía hacer eso, vio dos enormes y fieros ojos que observaban al pequeño desde unos matorrales. Al ver el movimiento de estos, no dudó en lanzar la honda sobre la parte visible del puma. Le había golpeado en uno de los ojos, pero aun así la bestia persistió en alcanzar a Sakri. Este trató de bajar de la roca, mientras las enormes garras apuntaban a su cabeza. Killa pudo acertar otro golpe certero en el otro ojo del animal tras unos rápidos y ágiles movimientos. Sin embargo, el niño cayó de la roca empujado por los torpes y adoloridos movimientos del puma. La de ojos de luna corrió a auxiliarlo; el pequeño estaba desmayado y preso de una gran fiebre. Ella sabía lo que tenía que hacer: iba a buscar la Payqu alliyrna con el niño a cuestas. Nada ni nadie la detendría para salvar a su esposo y a aquella diminuta criatura.
Con la dificultad de cargar a Sakri y con el obstáculo que representaba caminar en medio del lodazal en el que se había convertido la montaña, luego de la intensa lluvia, ella reanudó su búsqueda. Caminó toda la noche, sin dar signos de entrega, era como si algo mágico la hubiera cargado de una gran energía. El nacimiento de un nuevo día y el inclemente sol que trajo consigo no la detuvieron. Ya cuando el paisaje se enrojecía por el atardecer, su esfuerzo fue compensado: vio a esa planta tal como se la habían descrito. No tenía nada de espectacular, como todo lo prodigioso, era mediana, negruzca, de hojas feas y tallo grueso, sin espinas ni flores. Ella se apresuró a arrancar un tallo, a pesar de lo que le habían contado. Decían que si alguien se atrevía a coger la planta, sería perseguido y devorado por los amarus que eran sus custodios. Mojó las hojas con el agua de un charco formado el día anterior, se las puso en el rostro y cabeza al pequeño convaleciente, luego mascó un pedazo de la planta, que por cierto tenía un horrible sabor. De todas maneras, tendrían que dársela de comer a Sakri.
Cuando estaba acomodando al niño en su regazo, musitándole tiernos arrullos, sintió cómo la montaña empezó a temblar. La agitación se hacía cada vez más terrible, la tierra empezó a abrirse. Ella se quedó pasmada del miedo; este simple sentir se transformó en un estado muy parecido al de la muerte cuando vio salir enormes serpientes de agua del interior de la tierra. Se encogió para abrazar al niño, ocultando su rostro, en una postura parecida a una plegaria, solo que esta fue silenciosa y sin ningún pensamiento.
Estaba al tanto de que observar a esos seres significaba la muerte instantánea. Mientras el temblor continuaba y ella se aferraba a aquel cuerpecito y cerraba los ojos con fuerza, no podía saber si en realidad ya estaba muerta, por lo que se atrevió nuevamente a abrirlos y observó a decenas de amarus en el aire. Se encontraban en el cielo y eran de fuego. Aquella imagen de seres serpenteantes le quedó impregnada en la memoria por toda la vida, pero no más que la sensación de excitación repetitiva y perfecta, que le daba vueltas en el pecho. Era un sentimiento que ella nunca podría describir porque no era humano, sentimiento que solo le duró lo que duró el vistazo que les dio a los amarus antes de desmayarse.
Despertó al siguiente día al ser agitada violentamente por Sakri.
—Despierte, mi señora, despierte, por favor, por favor…
—Cálmate, muchachito, cálmate, estoy bien —dijo casi sin voz la de los ojos de luna.
El niño sonrió alegremente entre las nuevas compañeras que tendría a partir de ese día: las lágrimas.
Con un gran tallo de Payqu alliyrna en la mano, regresaron al Cusco. Fue entonces cuando Sakri se despidió de Killa y se dirigió al encuentro con su destino, el cual estaba escrito desde su nacimiento. Su lugar era al lado de Watuy, en espera de tomar su puesto como adivino del imperio cuando esta muera. La despedida fue de una tristeza falsamente ocultada por ambos, pero no tenían otra alternativa.
Killa corrió hacia su ayllu, corrió apresurada y ansiosamente hacia el encuentro con su esposo. Las personas, al verla sucia y corriendo sin ver a nadie, no se sorprendieron por su regreso; por el contrario, creyeron confirmar su idea de hace mucho tiempo de que estaba loca. Ella siguió camino a su casa sin prestar atención a los rumores, comentarios y risitas. Entró a su casa asustando a Chasca, abrazó y besó a su esposo que aún respiraba levemente y con mayor dificultad.
—Pero hijita, ¿qué te ha pasado?
—No hay tiempo para contarte, mamacha, por favor trae un recipiente grande con agua y remoja estas hojas —le dijo impetuosamente, mientras le alcanzaba las hojas.
Chasca le trajo el recipiente con la planta remojada. Ella se las puso a Ancha Sumaq en todo el cuerpo y le dio de comer las hojas con gran dificultad, cuidando de no atragantarlo.
Nada, no ocurrió nada en todo el día. Al parecer, había llegado demasiado tarde. Maldijo su suerte y alzó la voz hacia todos los dioses: ¿por qué le ocurría esta tragedia? ¿Por qué? Lloró, lloró de impotencia toda la noche y madrugada entera, sin apartarse ni un solo segundo de su esposo. No se cambió ni se lavó a pesar del consejo de Chasca, siguió tal cual hasta el día siguiente junto a ese casi cadáver.
Cuando despertó de su sueño de llantos, volvió el rostro y le suplicó como un último intento a su esposo:
—Por favor, Ancha Sumaq, mi amor, despierta, por favor…
Él abrió los párpados como si fueran las puertas antiguas y deterioradas de una vieja casona, dejando ver sus pupilas diáfanas y fuertes como siempre fueron. Ella sonrió entre lágrimas mientras lo abrazaba. Él intentó sonreír también, aunque el deterioro de sus músculos no se lo permitiera, y dejó caer también algunas lágrimas de alegría.
Así quedaron estos guerreros del amor, entrelazados por el mismo sentimiento, llenos de felicidad hasta que el tiempo se los permita.
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