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Llegó la tarde y se posó sobre nuestra ventana, entonces mi madre me tomó de la mano con gran fuerza, dejando las huellas de sus anillos sobre mis dedos, luego me jaló suavemente por el pasadizo de paredes sucias y descascaradas. Al llegar a la puerta me peinó el cabello con una sola mano y me amarró una chompa suya a la cintura, abrió lentamente aquella vieja puerta mientras miraba hacia atrás, agachó la cabeza y nos fuimos.

A su diestra me llevaba y me sonreía de rato en rato. En la otra mano tenía una enorme bolsa de plástico grueso de rayas, atiborrada de toallas, colchas y sábanas suavecitas que teníamos que vender.

Caminamos por toda la avenida y luego calle por calle. Ella tenía una sonrisa mustia y la mirada lánguida, sus hombros temblaban y su rostro enrojecido palpitaba. Llegamos a las horas a una calle oscura con nombre de un héroe nacional; el suelo, lleno de huecos, hacían tropezar a mi madre a cada momento. Soplaba el viento zigzagueante, nuestros cabellos, enmarañados entre sí, se fueron empolvando sin que nos diéramos cuenta, entonces ella, mi madre, tocó la puerta de una pequeña casa azul de un solo piso, la única con las luces de la sala prendidas. Salió una mujer con los pómulos rojos, rojos, con los labios más rojos aun y con ropas muy pequeñas, masticaba algo que producía un sonido muy desagradable. Nos miraba de pies a cabeza, y luego, nos hizo entrar. Al cruzar el umbral, el lugar se hizo irreconocible, había mucho humo; era como una pequeña habitación que al final tenía cortinas de tiritas y bolitas que colgaban y hacían ruidos al tocarlo.

A la derecha había un mostrador y sobre él muchas botellas que yo no conocía porque no eran de gaseosa ni refrescos. En medio de ese mostrador, apoyado sobre sus codos, nos miraba un hombre obeso y barbado con la camisa abierta y remangadas las mangas, sudoroso y con un cigarrillo en la oreja. Luego miré hacia la izquierda y pegados a la pared había muchas mesas seguidas, con sillas de fierro y sobre esas sillas muchos hombres con el rostro adormitado rodeado de abundante humo y sobre cada uno, una mujer. Todos tenían una mujer sobre sus piernas, a las que besaban como a sus esposas, para luego atravesar juntos esa cortina que hacía ruido. La música discurría despacio por nuestros oídos, aun más que las carcajadas de aquellos hombres.

Mi madre se quedó muda, tomó su bolsa y se fue. Yo, al ver que un hombre, de bigotes y sombrero, le agarró los senos a una mujer, también salí. Afuera mi madre me esperaba sentada en la acera, llorando.

Texto agregado el 10-02-2005, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


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