El viento silbador y pesante hacía pensar que la naturaleza había injuriado al hombre y su poder destructivo. La noche había teñido las calles de sombras intensas e inmóviles y la fugacidad del tiempo y su valor habían limpiado vida alguna allá afuera... De pronto, sobre aquella calzada larga y profunda, una máquina parecida a un rostro humano se sumergió entre los pasajes, cortando el aire son sus ruidosas latas. Las luces delanteras, nerviosas y con premura, zigzagueaban buscando tal vez un lugar, una salida, quizá la invisibilidad. Entró suavemente, con temor, a un callejón, tan estrecho como un gaznate enfermo e infectado, que le condujo hasta una pampa segregada por el desinterés de la gente. Se sobrepasó en dirección de la luna, levantando polvo, que por el viento, era capturado y arrastrado a la desintegración...
Dentro de la máquina, ella gritaba y gritaba y sólo ella se pudo oír. Una mano gigantesca y peluda cubría sus labios, su pequeña mandíbula y ese fino y diminuto mentón aplastado contra el espumoso asiento delantero. Del retrovisor colgaba el rostro de la virgen María, alumbrada por una estrella, que se tambaleaba cual péndulo de acero siguiendo la armonía macabra de la máquina, y la fuerza de aquellas manos, que recorrían sus piernitas rasmilladas, tratando de desgarrar las telas coloridas que cubrían aquel tesoro...
Sus pequeñas palmas abiertas y encorvadas arañaban el aire tratando de ser salvada por María que desde arriba veía muda y ciega, tambaleándose, tapando y descubriendo intermitentemente una luna amarilla y colérica, imponente en la distancia. El mounstro de las garras enormes luchaba contra la desesperación de la niña que juntaba los muslos y las rodillas mientras él rompía su braga y ferozmente rozaba sus yemas sobre su pelvis pequeña y oculta. El mounstro la tomó de su ensortijada cabellera y zambulló su pequeña testa hasta la alfombra marrón, que estaba debajo del timón. Por la espalda le arrancó la blusita y se quedó desnuda. Sus bracitos golpeaban la nada detrás de su espaldita. Al ver que el mounstro bajaba con su diestra el cierre metálico de su pantalón, empolvado y sucio, vio sus ojos fijos y endurecidos, sus párpados tan abiertos como la boca, que escupía carcajadas entre gotas de saliva caliente, cayendo como lluvia, estrellándose en sus pequeñas nalgas... Ella levantó la mirada a la virgen y suplicó; sus latidos demoraban en oírse, sus venas temblorosas, a punto de huir de su piel, palpitaban cada vez menos; todo se callo, el silencio contó cinco segundos y ella gritó... Gritó tan fuerte que su voz se convirtió en una navaja que cortó el hilo del cual colgaba María. El mounstro levantó las manos del cuerpo y unos aullidos parecían retumbar los vidrios de la máquina, él volteó y parados en catorce patas, siete perros le ladraban y arañaban desesperadamente las paredes externas del carro, ladraban y ladraban, pidiendo al mounstro se detenga y este se detuvo, abrió una de las puertas y con la mano que rompió la blusa, empuñó a la niña de un brazo y la botó sobre la tierra; el viento jamás recogió el polvo que levantó... Al verla desnuda en el suelo áspero y frío, ellos corrieron, lamieron su sangre y cavaron un enorme hueco...
|