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Nunca imaginé que terminaría de esta forma: trabajando para un tipo que no entiende cuando le hablo de sus activos y pasivos, que en su vida ha leído un libro, pero con una fortuna casi imposible de cuantificar. Cuando estaba en la universidad, me proyectaba hacia el futuro como un contador exitoso, haciendo auditorías a grandes empresas y viviendo tranquilo. Hoy, trabajo para Juan Segundo Becerra Becerra, más conocido como “el Chico Ley”, el traficante de cocaína chileno más buscado por la DEA. Constantemente nos estamos mudando de ciudad, por lo que hemos recorrido toda Sudamérica, viviendo en pueblos pequeños con grandes casas para albergar a esta tropa de ignorantes con poder.
El Chico Ley es el típico chileno de “población marginal”: negro, con el pelo tieso y unos grandes ojos, también negros, que no pestañean. No tiene parientes que mantener ni cerebro para cuestionarse todo lo que hace. Sería injusto si dijera que me trata mal, al contrario, se podría decir que soy su preferido, “el capo” me dice porque, según el, lo de los números es “muy recomplicao”. Me regala todos los años un auto nuevo, y me da un mes de vacaciones pagadas al destino que yo elija.
Conocí al Chico Ley cuando estaba por egresar de la universidad, en una fiesta en la playa. Me ofreció un paquete de cinco lucas: “Vale negro, pero no le hago”- le dije.
Bastó que sólo una vez le dijera que no quería su cagá blanca, para que me buscara después de titularme. Si algo marca la diferencia entre el Chico y la gran cantidad de pequeños traficas que existen, es simplemente que él no jala. Nunca ha probado la cocaína: “Esa hueá es pa’ los giles”. Y es por esa condición que me eligió para administrar sus bienes: Yo tampoco consumo.
El Chico no tiene mucha conciencia respecto a su real importancia a nivel internacional. Si apenas habla el castellano, menos va a entender el inglés. Por lo que yo le traduzco las noticias que de vez en cuando hablan sobre él.
Años atrás apareció en CNN en español, y si bien la fotografía que mostraban era la de cuando tenía 18 años y lo atraparon robando una cartera en Santiago, no se veía muy diferente al de ahora. Aún mantiene esa mirada, mezcla de estupidez e ingenuidad. Lo que me aterrorizó de ese reportaje, fue la figura que aparecía a su lado. Sólo una sombra que personificaba al hombre de confianza de Becerra Becerra. El cerebro tras las operaciones. Obviamente se referían a mí, pero lo que no sabían era que de verdad, yo no me meto en el tráfico. Muchas veces subestimamos la capacidad de un idiota, y no aceptamos que tenga éxito. Porque el Chico Ley tiene éxito en lo que hace, de eso nadie duda: Es millonario, lo respetan, le temen y tiene fama de ser derecho en sus tratos.
Tras ese reportaje me convertí en una sombra, hace más de diez años que no me tomo fotos, ni siquiera cuando estoy de vacaciones. No tengo bienes a mi nombre, ni cuentas corrientes, nada. No existo.
Cuando comenzamos a trabajar juntos, El Chico me dijo que durante cinco años había guardado la plata del tráfico en tarros de leche, bajo el piso de madera de su casa. No se dio lujos como otros pequeños vendedores, que apenas ganan unos millones, se compran autos, televisores y equipos de música que adornan sus horribles casas, en sus marginales poblaciones, de las cuales nunca podrán salir. El “Ley” era distinto, sus sueños no pasaban por manejar un auto deportivo para ser la envidia de los “hueones atorrantes que viven en las poblas”. No, el Chico quería salir de ahí, irse lejos de esos traficantes que consumían un tercio de lo que vendían y que regalaban drogas a toda su adicta familia. Buscaba una persona que le mostrara la otra cara del mundo, el lugar en donde no se maneja un auto deportivo para ser envidiado, si no para ser aceptado. Y así fue como comenzamos a trabajar juntos.
Una vez le pregunté, por qué, si tenía tan claro que su futuro estaba fuera de esa población, como siempre señalaba, no se preocupó de llegar más allá de cuarto básico, y sin inmutarse me dijo: “es que siempre supe que tendría que contratar a un hueón que me ayudara”. Todo el tiempo hacía comentarios así, sobre mí o cualquiera. Yo ya entendía que esa era su forma de comunicarse, la única que conocía. Nunca demostraba preocupación o felicidad. Cuando alguna vez le dije que tenía cara para jugar póquer, me miró y me dijo: “Yo sólo juego brisca. Como en la cana”.
El primer gran negocio que el “Chico Ley” hizo y que yo tuve la obligación de blanquear, fueron cuatro “mexicanas”, o quitadas de drogas entre traficantes, después de una serie de incautaciones que la Policía de Investigaciones había realizado en marzo de 1991, lo que produjo un alza significativa en el precio de la droga. El Ley vendió todo lo quitado en casi mil millones de pesos. Cuando estaba en la Universidad y realizaba ejercicios contables con grandes cantidades, ni siquiera dudaba en proponer inversiones. Pero cuando tuve todo ese dinero, fui responsable de encubrir un delito. Comencé un camino que recorro hasta hoy, sin saber bien hasta donde llegará. Ni siquiera sé si pase la mitad o si aún estoy partiendo. Le propuse al Chico que realizáramos mi proyecto de título: Un complejo turístico de lujo. No sacaba nada con explicarle sobre los indicadores de rentabilidad y liquidez, tampoco sobre el tiempo de recuperación de la inversión. Sólo le dije que se quedara tranquilo, que todo el dinero se triplicaría en tres años. Debo reconocer que fue un éxito por dos cosas: en primer lugar, el Chico Ley me dejó trabajar con toda tranquilidad y por otro lado existía confianza. Nunca pensé en estafarlo y él nunca me creyó capaz de hacerlo. Así comenzamos una serie de negocios que lo llevaron a relacionarse con traficantes colombianos, después que el mercado chileno se le hiciera pequeño.
El Ley notaba que era respetado por los traficantes alrededor del mundo y se sabía admirado. Pero no había podido conseguir lo que él siempre anheló: ser aceptado por la clase alta. Cuando estábamos solos siempre me preguntaba por qué, cuando iba a cenar a un restaurante elegante, mucha gente lo miraba de arriba a abajo. Sentía que la buena atención era sólo por sus propinas, pero que por detrás murmuraban. Siempre me criticaba que yo no iba, que me avergonzaba que me vieran con él, cenando juntos. Pero yo le decía que era por mi necesidad de pasar inadvertido. Aunque a veces pienso que tiene razón, que me avergüenza su forma de caminar, su piel tan oscura, sus manos callosas y su pelo tieso. Me pregunto que pedirá para cenar, ¿carne con papas fritas? Tal vez si fuese rubio, o más alto, la gente lo aceptaría, por que así es este lado del mundo que tanto me pedía conocer. El Ley, tiene más dinero que todos los que lo miran de arriba a abajo, pero ninguno de ellos aceptaría que una de sus hijas salga a cenar con alguien como él. Estoy seguro que por eso nunca se ha casado. Por que quiere alguien de acá, a una mujer que le recuerde que logró salir de su marginalidad, que le recuerde, sobre todo, que consiguió ser aceptado como uno más de ellos. Esto mismo lo ha hecho ser más duro, lo ha convertido en una especie de hielo negro que no se derrite con el sol.
Los días transcurren más tranquilos que los primeros años, aunque se trafica una cantidad infinitamente superior de droga de lo que hacíamos en Chile. Las entradas de dineros en las arcas del Chico Ley, se producen en su mayoría por sus excelentes inversiones que ha realizado alrededor de América Latina y en las que, obviamente, estoy involucrado. Como hombres de negocios que somos, no hemos tenido tiempo para establecernos en un lugar permanentemente, y aunque a veces me dan ganas de alejarme de todo esto, otras tantas siento lástima por el Ley: Quien mira todo lo que tiene, pero no lo disfruta. Hace un tiempo, salió un par de veces con una hermosa uruguaya, rubia, ojos claros, de buena familia, quien lo tenía completamente extasiado. Era lo que él siempre buscó. Puede sonar cruel, pero a mí me pareció sospechoso que semejante mujer se fijara en un tipo como el Chico Ley, por lo que comencé a investigar. Conclusión: era una prostituta uruguaya contratada por la DEA para llegar hasta nosotros. No sé bien que pasó después, pero el Chico le mandó a cortar los dedos de la mano derecha, antes de que desapareciéramos del lugar.
Yo noto que el Ley me considera su amigo, me cuenta cosas que no lo haría con la tropa de ignorantes que tiene como séquito. Pero siempre me saca en cara el hecho de que, después de todos estos años de trabajo, nunca hemos salido una noche juntos, por lo que finalmente decidí invitar a cenar al Chico a un excelente restaurante ubicado en el club de campo de esta ciudad que no puedo nombrar.
Hace años que un sastre nos hace la ropa a los dos, le mandamos géneros italianos y nos envía los trajes a una dirección en Venezuela. Por eso el Ley tiene trajes hermosos, claro que no deben lucir demasiado. Me gustaría saber que va a usar esta noche. Espero no llevarme una desagradable sorpresa.
Cuando entramos al comedor del “Edén Country Club”, sentí un gran nerviosismo. Cenar en público no me gusta y no me siento cómodo. Lo otro que me producía un estremecimiento en el estómago, un pánico, era que el Ley no fuera a cometer una estupidez. Que yo no supiera como reaccionar, mezclado con la rabia de sentirnos observados, de escuchar un constante murmullo a medida que avanzábamos entre finos platos y exquisitos aromas. Debo reconocer eso sí, que el Chico Ley no se veía tan mal como yo esperaba. Se había peinado sus negros clavos, la corbata que había elegido –perfectamente anudada- combinaba con su traje con muy buen gusto. En verdad, me sorprendió.
Cuando llegó el mozo a nuestra mesa y nos entregó la carta, noté que el Ley no estaba tan aterrado como yo. Es más, con toda naturalidad me dijo: “déjame ordenar a mí”. Comencé a mirar hacia todos lados, esperando escuchar las palabras que saldrían de su boca, escuché como todo el mundo se silenciaba, el tiempo no corría, el Ley miraba la carta. Sentía miles de miradas sobre nuestra mesa, hasta me pareció ver dibujarse una sonrisa burlesca en la cara del mozo. Finalmente, el Chico Ley ordenó: “¡Tráiganos una corvina en mantequilla negra y para tomar un Marqués de Casa Concha blanco, año ’91, frío!”. Cuando el mozo se retiró, mi cara debió haber retratado perfectamente el asombro que sentía en ese momento. El Ley, el mismo marginal que había salido de Chile, el mismo que no sabía hablar, estaba sentado frente a mí comportándose como un caballero, como uno más de este mundo de cristal. Me miró y me dijo: “Durante todos estos años te miré, te traté de imitar, hasta que aprendí poh’ hueón. Que creí que pedía cuando salía solo, ¿bistec con papas fritas? ¿Tu creí que si yo fuera tan gil como tu pensai, podría haber llegado hasta acá?”. Lo miré y lo único que sentí fue que el Chico pertenecía de verdad a este lugar. Era uno más de estos tipos con poder. Pero sobre todo, mientras buscaba que responderle, sentía que yo lo había aceptado.

Texto agregado el 09-02-2005, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-02-2005 muy bueno!!!!!!! katya
 
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