El 13 de junio Mario volvió a Chile, y aunque supo desde el primer momento que Ceci estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Mario, como todo buen chico de ciudad, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Ceci y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
Mario, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
—Parece que no se acuerda más de ti—le dijo un amigo, que a su lado había seguido el incidente.
—¡No mucho!—se sonrió él.—Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!—repetía sin darse cuenta, con la costumbre del chico.—¡Pum! ¡todo concluído!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad como esa, profundamente razonable.
A las tres golpeaba en casa del doctor Malucci. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Ceci, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vió a Mario, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Mario no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Mario, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.
—¡Tan pronto, ya!—le dijo la señora.—Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez... ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, señora!
—En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere que consultemos?—se sonrió con maternal burla.
—¡Oh, con toda el alma!—repuso Mario.
—¡Ceci! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Mario había sido visto ya por ella; pero no importaba.
Ceci llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
—Si a usted no le molesta—prosiguió la madre—podría venir todos los lunes... ¿qué le parece?
—¡Que es muy poco, señora!—repuso el muchacho—Los viernes también... ¿me permite?
La señora se echó a reir.
—¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Ceci. ¿Qué dices, Ceci?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Mario, le dijo ¡_sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
—Muy bien: entonces hasta el lunes, Mario.
Mario objetó:
—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...
—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Ceci.
Pero Mario, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.