Aquí, ¿un oscuro callejón?, el monstruo, aquí, el monstruo, se apodera de mí, ¿cuánto rato llevo huyendo?, me atrapa; las fuerzas están equilibradas entre él y yo, puedo resistirme, aquí, me debato, pero soy consciente de su ventaja: su obstinación es irreductible; cedo, me entrego, aquí, ¿sobre el frío pavimento?, el monstruo vacila, por un instante parece desconcertado, luego se proyecta contra mi hombro, renacido desde su propia abyección, quiero gritar de terror anticipándome a un dolor insoportable, el monstruo devorando mi hombro, mi brazo, pero de pronto me indigno: apenas dolor, un desgarramiento entumecido, miembro de crustáceo que no es el mío; la indignación me vuelve hostil de nuevo, aquí, ¿dónde aquí? me debato, no puedo ser aniquilado de esa forma tan insípida, debe haber dolor, crispación; todo esfuerzo es fútil, las fuerzas están equilibradas; pero la obstinación del monstruo es irreductible: ese principio destruye todas mis defensas; asumo mi degradación, sin embargo me reconforta reconocerme insignificante, lástima que todo vaya a durar tan poco; el monstruo trepida en un lapso de incertidumbre, es su forma de ser, idiosincrasia de los monstruos, aquí, ¿en un oscuro callejón?, luego, no yo, el monstruo, se proyecta sobre mi rostro y lo devora; quedo cegado, sin posibilidad, ¿qué fatuo detalle?, de gritar; pero consciente, soy consciente de la trituración de mis miembros, no dolor, un desgarramiento entumecido, aquí, ¿en un callejón oscuro?, no yo, el monstruo devorándome hasta la última fibra, no dolor, vivir el breve éxtasis de la rendición, último instante de la vida como un arrebato de hedonismo que no podrá ya ser degustado; aquí, dónde ya, no en el callejón, aquí, dentro del monstruo, no el monstruo, yo, no vencido, otra sustancia yo, no ya el monstruo, yo, incorporarme, el monstruo yo, de pié, palparme el rostro, mi rostro intacto, mi rostro invulnerable a la trituración, a los ácidos gástricos, mi hombro, aquí, aquí, mi hombro ileso, mis miembros, el resto de mí, no ya yo, el monstruo, el monstruo yo.
Levantar los brazos y aullar a un cielo sin luna ni estrellas, un aullido que es el estertor impotente de una bestia abisal.
Verme entonces, allí, allí ¿en el callejón oscuro? ver mi espalda fugitiva, aterrada, yo, no yo, yo huyendo por el callejón; perseguirme, ir hacia mí, sin demasiada precipitación, con esa serenidad con la que acechan los monstruos, conscientes de que su obstinación es irreductible.
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