Tía Elizabeth sirvió esta mañana el desayuno: leche sabor a chocolate y tostadas. ÉL vio la leche servida en la mesa, tal cual hace un par de meses su madre, la misma que lo llevaba hoy, llevaba a su pieza en una bandeja en las largas tardes en que estudiábamos, o simplemente nos abrazábamos pasando así horas repletas de besos; y rompió en llanto sobre mi hombro.
“¿Te acuerdas?” Dijo él, entre entrecortados sollozos. Con la cabeza, y los ojos en lágrimas, yo afirmé. “¿Te acuerdas cuándo mi mamá nos llevaba la leche a la pieza?” Me decía ÉL.
Era inútil, la noche anterior, todo ya había acabado. No quise escuchar excusas: el dolor fue mucho más fuerte, era así como debió haber sido siempre.
Siempre ocurre algo que hace menos amarga una despedida, o, por el contrario, la llena de lágrimas innecesarias.
Por error, azar, o destino quizás, fui a dar con un lugar en su computador: LOGS, conversaciones guardadas automáticamente en el disco duro (según él, borradas de su memoria), que ahora, la noche antes de marcharme para siempre, me tocaba encontrar.
Solo de juego, ni siquiera por afán de curiosidad, indagué en uno de los archivos de WordPad que me mostraba la carpeta.
Lo que me tocó leer fue, francamente, impactante. Lloré, le grité, y pedí explicaciones que luego no quise escuchar. Todo terminó ahí, el mismo día en que se cumplían 11 meses, y el mismo día que DEBIA ser perfecto, ya que sería el último durante mucho tiempo. Tiempo que ahora, no sé si continúe para los dos en común, como teníamos planeado.
Anoche ÉL estalló en una crisis nerviosa como nunca. Me pidió disculpas en más de 3 mil formas diferentes. Se arrastró por el suelo, golpeó su cabeza contra la pared, y hasta dijo que pensaba matarse, porque la vida sin mi, ya no tenía sentido. Me dijo que ese error, eso que dijo sobre mí, que golpeó como cuchillo en mi alma, habría sido hace muchísimo tiempo, cuándo ambos éramos distintos y cometíamos errores. Dijo que lo sentía con el alma, que daría todo por corregirlo, que haría hasta lo imposible porque lo perdonara. Pero NO, no había vuelta atrás, la decisión estaba tomada. Terminábamos, y mi vuelo saldría a las 12 del día desde Stgo, teníamos que dejar Viña del Mar, a las 9 de la mañana… pero, sólo yo sería la que no iba a volver.
Lloré hasta que el sueño consumió mis lágrimas. La noche anterior a esa, soñé con una lluvia de fuego, un intenso color rojo inundaba el cuadro. Esa noche, no soñé nada. Desperté con la alarma del celular y los ojos hinchados.
Caminé hasta su cuarto, pero no le di los buenos días como de costumbre. Me acerqué a su cama y desde lejos, le pregunté como estaba. Tenía los ojos igual o peor que los míos, con la diferencia que ÉL no había dormido nada. Le besé la mejilla y me fui a la ducha. Terminé de acomodar las cosas en mi bolso y escuché sus sollozos por la espalda. No podía marcharme así.
Su mamá lloró con nosotros, según ella pensando en que llorábamos por la despedida, y no por la pelea que había escuchado la noche anterior, junto con mis llantos que consoló al igual que su hermana lo haría más tarde. ELLA me abrazó fuerte y me entregó una cadena con la imagen de Sor Teresa, me dijo que no llorara y no tuviéramos pena, que no era un adiós.
Nos abrazábamos y besábamos por última vez en el auto, y en el aeropuerto, sabiendo que todo había terminado, y que esos besos serían los últimos.
Abordé el avión con los ojos en llamas. Cubrí las lágrimas con El Mercurio, fingiendo leer el cuerpo Artes y Letras.
Se terminaba un cuento de hadas que no lo era, y yo comenzaba de nuevo a creer en Dios, besando la cadenita que me había obsequiado la familia que quería igual que a la mía.
Aún lo amo, sé que él también aún lo hace… y esto, fue más terrible que lo que imaginaba como despedida.