Los domingos por la tarde la autopista se esfuma bajo mis zapatillas rojas. Puedo asegurarte que no es ni la mitad de divertido que cuando lo veíamos en lo del coyote y el correcaminos. La cantidad de canciones que haya bailado el sábado, o el número de botellas que había sobre la mesa o si me subí a una moto que corría más que cualquier carcajada, son detalles que no debes tomar en cuenta. Ahora que no estás, amanezco con la impresión de que por la noche asesiné a alguien o de que alguien me asesinó a mi. Puedo bailar con la chica mas linda de la ciudad o puedo formar un batallón de amigos y pasearnos como reyes por calles oscuras que desembocan al alba. Puedo hacer lo que sea para que el sábado me deje tan acelerado como si tuviera un maldito Concorde entre las piernas pero nunca conseguiré dar el gran salto hasta el lunes. No sin antes irme de narices con todo y papeles, amigos, botellas, y chicas al gran pantano frío del domingo por la tarde.
Al amanecer me ato la sábana a alguna parte del cuerpo y me asomo a la refrigeradora unas veintiséis veces antes de aceptar que ya no queda ni un solo frasco, pomo, lata, táper o chisguete con vitaminas. Mi hermana sale muy temprano. Se asoma a mi cuarto y me dice adiós o algo por el estilo. Nunca dice a que hora piensa volver ni en que punto de la ciudad estará. Presiento que no volverá a tiempo. Sólo hay una cosa casi tan letal como los domingos por la tarde y eso es al anochecer cuando comienza la pendiente y todos los cuervos del mundo se posan en mis ventanas. Puedo ver las caricaturas en la tele y eso retardará los sucesos pero de cualquier forma empezarán a comerse puertas y ventanas antes que consiga dormirme o siquiera empezar a rezar, lo cual de todas formas sería inútil porque hasta un niño sabe que Dios no va a tomarse la molestia un séptimo día.
Desde que no estás, muchas cosas me parecen tristes. Cosas que antes solían ser buenas, como oír la corneta de los heladeros pasando por mi calle. Ahora podría ponerme a llorar de sólo escucharla y los vecinos dirán que están anunciando mi sentencia de muerte. Los domingos por la tarde le abro la puerta a los mormones y los escucho hablar de Dios con tal de no quedarme solo. Los domingos puede venir a visitarme el diablo y le abriré la puerta y le invitaré galletas.
A veces vienen unas niñas a venderme limonada. La limonada nunca tiene suficiente azúcar o entonces tiene demasiada azúcar. Siempre compro más de cinco vasos. Como las niñas son muy pequeñas y no pueden cargar más de un vaso por vez tienen que regresar varias veces. A veces soy muy cruel y les compro ocho o diez vasos. Les digo que tengo muchos invitados. Cada vez que llegan están más felices que antes. Podría pasarme el domingo llenando la casa de vasos de limonada pero luego a las niñas se les acaban los limones o sus papás las mandan a dormir y entonces vuelven a chillar los cuervos.
Los domingos por la tarde me acuerdo de todas las canciones. Canciones como Piano Man o Angie. Canciones que no me gustan pero que lamentablemente alguien inventó y ahora están allí para recordarme que tú no estás y que sólo tengo una lista milenaria de gritos y acordes.
Cualquier domingo podría ser el fin del mundo y no me extrañaría. Los domingos puedes venir y dejaré que me pintes con témperas o que me peines como más te guste. Puedes hablarme de cosas aburridas o simplemente quedarte dormida y soñar lo que quieras. Los domingos puedes traer dos maderos, clavos y un martillo y dejaré que me conviertas en una leyenda.
Supongo que crees que exagero. Espero que entiendas que lo de los cuervos es sólo una forma de sentirlo. La verdad es que a lo mucho un par de palomas se posan sobre los cables de luz frente a mi ventana; sin embargo, no deberías subestimar el canto de una paloma y pensar que no puede ponerte tan triste como una canción de los rolling stones. Tampoco pensar que dos niñas cargando limonada traen en sus manos menos felicidad que todo disneylandia.
Como recordarás tu también, no siempre fue así. Me refiero a cuando estábamos juntos. Los domingos bajaba por las calles hasta tu casa de perro y buganvillas. Tirábamos tu zapato a la pista y esperábamos que los carros no lo chancasen y eso nos causaba mucha risa. Te parecerá estúpido pero de eso es de lo que más me acuerdo. También de la luz solar reflejada en el suelo de tu sala y de tus besos antiguos con sabor a círculo.
Pero es como si eso hubiese sido otro día, con otro nombre y no este malsano gotear de minutos que me taladra las ganas.
Porque lo que ahora queda no es ya un día sino un cadáver abandonado, un cráneo y varias vértebras de un día muerto que se llena de cuervos y se convierte en un polvo que ciega los ojos y que obstruye puertas y venas, un desierto con miles de granos de arena llamados Sahara, el hueco de una estrella extinta, una nada que insiste en visitarme cada siete días, cincuenta y dos veces al año, por sabe Dios cuanto tiempo más, sin que yo pueda hacer algo, lo que sea, cualquier cosa maldita sea, para evitarlo y no quedarme aquí, contando cuervos.
Domingo
04.36 pm
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