Un café
Tarde era ya cuando llegué al sofá. Terminé de desordenar la habitación, tiré por la ventana el último cigarrillo desde un ángulo que enorgullecería a cualquier entrenador de básquetbol, pero yo no era algo así. Tocaron el timbre, con el susto me quemé con el derramado y perdido te. Una bolsita desperdiciada. Tocan de nuevo, ahora la puerta. Confundido y adolorido voy a la puerta, abro las 6 cerraduras pero no encuentro la llave de la séptima. Le grité al tocador de timbre quien era y qué quería, pero sólo el silencio respondió. De nuevo. Silencio. Aburrido, pero aun curioso, seguía buscando la llave, hasta que escuché un clik metálico, justo entre mis pies, al lado de la puerta. Sin pensarlo la recojo y la abro. Ella me dijo – Denada. - y partió por el pasillo. -¿No querías hablarme?- le dije. Y ella me dijo que no, que sólo quería que encontrara mi llave luego de derramar mi café. –No estaba tomando café- le dije. Se dio vuelta y me miró como si la estuviera engañando. Era verdad, no le mentiría a una desconocida. Devolviéndose, se acercó nariz a nariz, y suspiró. -¿Me invitas una copa?-. –No-, le respondí, -Yo sólo preparo te-. Aunque en realidad soy un mago de los bebibles, se me habían acabado las pepitas de café, y no quería aparentar ser un desabastecido, prefería parecer un vecino enojón, aunque no creía que aquella cafetera hubiera sido del edificio o del barrio. Insospechadamente tranquila, giró y de su carterita de gamuza sacó dos tazas con sus platitos con un humeante olor a café de algún lugar donde plantan su semilla. Cuando me ofreció, la disyuntiva entre dejarme vencer por el irresistible aroma o seguir en mi posición de adorador del te me golpeó. Antes que decidiera A o B, la cafetera se sentó en el suelo, y se quemó el labio. Era muy tarde, y un bostezo se me escapó. Bueno, pensé, qué mejor que un café de una extraña cerrajera. Sin sentarme soplé la superficie del negro bebible, mientras el dulce o amargo (aún no lo probaba) aroma me rebotaba y hacía todo lo contrario de lo que debe hacer un café, mis párpados me pesaban, la taza se tambaleaba, ella seguía quemándose el labio, la taza se tambaleaba, ella susurraba unas palabras, ¿o era el ruido de su garganta?, unos pasos, y el timbre. -¡Ay! Rayos!- exclamé. -Me derramé con café en mi sofá-.
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