El alma multiforme de Manuel se alejaba tras su barca, para huir en el bosquejo de las sombras como un mandato del infierno encarnado entre las horas. Y la creciente bifurcaba su espectro sigiloso bajo el cauce de las calles, como un barrilete itinerante de las aguas traspasando esas fronteras. Detrás, sus niños junto a la madre, enjuagaban el recorrido de los cuerpos bajo la anchura del espanto, flotando ambivalentes en los sueños. Debajo, un cementerio de casas dormía la espera de sus lápidas, fluyendo en una marea de hilos hacia el atardecer de la ciudad, desgastada e informe. El cielo había cegado los soles y las luces, prescindiendo de la nada en una fatiga oscura de oraciones, mientras el temor se exacerbaba en ellos, confluyendo con el río. Allí habían sumergido su dignidad, enclaustrados entre dos brazos inciertos dentro y fuera de la vida, como un territorio ahogado bajo el llanto. Luego el suceder abriendo paso, instigándolos a navegar entre otras gentes bajo una mudanza eterna de lamentos, junto a la soledad desterrando casas y edificios. Y las mañanas volvían a sus vidas como un faro intermitente anunciando el salvataje, tras los botes de alimentos y las mantas, frente a sus ojos detonando la avidez enraizada hasta los huesos, ante el ansia de la espera. Su barca aún agita las calles en olas diminutas ante una Atlántida de anónimos, como un camalote que se desplaza a la deriva de su sino, mientras por las noches, la negrura de esas márgenes abre pasos insomnes entre el bosquejo de sus cuerpos, para perderse en el umbral de tantos otros miedos expectantes.

Ana Cecilia.