Yo no creo en las malas intenciones de las personas. Creo si en la bondad de todos los individuos, independientemente de la investidura que posean. Tanto así que tengo grandes amigos en todos los ámbitos, desde sacerdotes a delincuentes y desde traficantes de drogas a verdaderos santos. Creo en la gente, tengo la costumbre de mirar directamente a sus ojos y siempre descubro en el fondo de ellos una cosa mística. Pancho, por ejemplo, el traficante, ha sido enjuiciado una infinidad de veces por sus actividades, la cárcel ha sido su segundo hogar y sin embargo es una persona limpia de espíritu. Para darles un rotundo ejemplo, les diré que hace algunos meses me entregó lo más preciado que puede entregar un ser humano: su confianza. Me dijo:-Estaría muy honrado en confiarte mis cosas, saber que puedo contar contigo en cualquier eventualidad. Imagínense. ¿Quien hace algo así en estos tiempos? Encantado, le entregué mi número de teléfono y ahora me alegro tanto de serle útil, puesto que lo llaman de muchas partes, a todas horas, me dan direcciones, claves raras y yo todo lo apunto en esta libretita roja y después le entrego los recados a Pancho porque uno tiene que ser consecuente y respetuoso con la confianza que le han entregado. ¿No lo creen ustedes así?
Mi vecina me pidió cincuenta mil pesos el otro día ya que me dijo que los necesitaba para pagar la matrícula de su hijo. Que yo sepa, el ya no estudia, pero ¿Quién soy yo para enjuiciar a las personas? Por supuesto que le entregué los cincuenta mil pesos y a la noche siguiente me despertó una jarana de padre y señor mío. Era la misma vecina que estaba de fiesta en día laboral. Había como cincuenta invitados y ¡como gritaban y cantaban esos tipos! Entonces yo me dije: Vitorio (ese soy yo) No se te ocurra pensar que la vecina está dilapidando el dinero que le prestaste ayer.
Y de inmediato remecí mi cabeza para espantar cualquier mala idea y se me ocurrió entonces que lo que pasaba era que estaban celebrando la matrícula del joven en alguna universidad. Entonces sonreí, me levanté, destapé una botella con unos pocos restos de champaña y brindé por el éxito de ese chico. Y como al otro día la misma vecina golpeó mi puerta para que bajase el volumen de mi radio, aproveché para preguntarle que como había estado la fiesta. Entonces ella se puso muy seria y me dijo que no hubo ninguna fiesta sino que era una sesión de espiritismo. ¡Ah! dije yo muy asombrado y ella sonrió y me pidió que le hiciera un gran favor. ¡El que usted quiera!- le contesté y contemplé sus ojos verdosos que reverberaban de fe. Me pidió cien mil pesos para pagar dicha sesión, la que había sido realizada para averiguar por el estado del alma de su difunto marido. Yo encantado, le pasé las cien lucas y de paso le entregué otros cincuenta para que le comprara los útiles a su hijo. Ella me dio un tremendo beso y me pidió que rezara por el alma de su difunto marido. Yo por supuesto que le hice caso y recé devotamente por el finado. Y parece que resultaron mis oraciones porque ayer supe, por otra vecina que el marido de Josefa, mi vecinita, había regresado del extranjero. Entonces me golpeé el pecho con fuerzas de hombre agradecido y le di gracias al señor por tamaño milagro.
El asunto es que ahora cumplo dos meses en la cárcel por posesión de drogas. ¿Habráse visto? El bueno de Pancho me encargó que entregara un paquete en determinada dirección. Yo, honrando la confianza depositada, me dirigí a ese domicilio y en ese mismo momento se me vinieron encima dos tipos que me colocaron esposas y me llevaron detenido. Como Pancho me había advertido que si esto llegaba a suceder, yo tenía que negarlo todo y en ningún caso mencionarlo a él, obediente y respetuoso de los pactos de honor, me eché toda la culpa. Ahora espero sentencia y algunos me dicen que por lo menos me van a tirar veinte años por lo que, muy preocupado, llamé a mi vecinita para que se hiciera cargo de mi casa durante todo ese largo tiempo. Ella se emocionó tanto que se largó a reír a carcajadas. Luego le entregué las llaves de mi casa y de mi automóvil y le pedí que rezara por mí en todo este tiempo. Pude ver en sus ojos anegados de lágrimas, producto de su ataque de risa, un destello de ese misticismo que hablaba al principio, ese mismo que me hace creer cada vez más en la buena intención de mis semejantes…
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