Llovía a cántaros y parecía que iba a ser el fin del mundo, o a lo sumo la última vez que la lluvia se iba a disfrazar con las ropas de quien se viste especialmente para dar a luz algo semejante al nacimiento de las flores. Ignoraba qué hacia en la calle a esa hora, justo yo que detestaba la lluvia y a las señoras inmaculadas que pasean con su paraguas en la mano por debajo de los balcones, dejándonos a nosotros, los desafortunados, sin ningún tipo de protección, inventando caminos por entre los charcos, las bocas de tormenta rebosantes de un agua ennegrecida por el asfalto y la mierda de los perros, y esa incierta amalgama de empresarios acelerados transformando a la avenida Santa Fe en una experiencia atemorizante para una avenida tan tradicional. Sabía que vos me estabas observando desde algún sitio, buscándome en la televisión, aunque en el fondo reconocieras que era mejor empaparse que dejarse mojar por los truenos que surcaban rasantes por las paredes de tu habitación. Pero sin embargo preferías encerrarte en ese mundo subterráneo que nada se diferenciaba de la superficie que otros habían creado y manipulado como una plastilina vieja, importada quién sabe de dónde y tan cara que te veías obligada a sustituir la necesidad con el orgullo lamentado de ya no figurar en ninguna lista. Yo no me veía, no podía hacerlo, no sabía de qué manera descorporizarme y observar el agua chorreándome por los hombros, cayendo sobre mis pies, asemejándose a la expresión naturista de esos días de vorágine que impiden a uno pensar y reflexionar. Y tal vez por eso, caminé sin pensarlo hasta Paraná, callecita de veredas angostas con el único propósito de entrar a ese café, lo reconozco, no tanto por impulso propio como por obligación de esa vieja con cara de rata enferma de fiebre amarilla y su paraguas quebrado. Todo tenía una forma distinta: el lugar me resultaba familiar y sin embargo no lo conocía o mejor dicho, era una extraña mezcla de recuerdos perdidos en alguna parte de mi cabeza, tan desparramado en esa zona de Buenos Aires que no era mía como otros barrios, tan deshilachado de mis propios recuerdos, tan amorfo. Pero no sabés, era todo tan irreal. El tiempo avanzaba de una manera poco común: lo sabía porque los cigarrillos se encendían solos, se apagaban y luego se consumían escupiendo un humo rabioso y desencantado que te buscaba por debajo de la mesa pero se quedaba pegado a un chicle todavía húmedo que, por alguna fuerza que no conocía pero provenía de ese fecundo, espontáneo e inusual día, me era permitido ver sin siquiera posicionar mis ojos sobre él. Me acomodé en mi mesa -justo enfrente de la vieja-, pedí un cenicero y un café, y otra vez aparecí a tu lado en la cama, aunque me resultaba imposible sentirte de la misma manera en que te respiraba, o besarte con la hondura de un sueño que se sueña dentro de otro sueño.
Ninguno de mis estoicos compañeros de café y lluvia llegaron a percatarse de mi desaparición, ni siquiera aquel loco misógamo que parecía un espejo y juraba que jamás se iba a casar porque prefería gastar el dinero en una ginebra como esta, sabés, estupenda bebida que nunca lo iba a cagar y desobedecer; ni el mozo que jamás me cobró la cuenta, ni ese yo que se había sentado sin recordarlo y sin correr la silla, ni este yo que piensa cosas que no vivió pero considera tan suyas que las tiene que narrar y buscar la manera de que dejen de ser simples recuerdos mal paridos por un café mal tomado, y una ciudad mal parida, y ese cliché de saber pero insistir en historias de mentira pese a que en realidad ya no es ni original ni sorprendente ver sintetizada en la elíptica memoria de un pobre gil la vida de muchos otros.
Y entonces aparecer y reaparecer, y llevar una novela de Marechal al baño, dejarla apoyada en el borde del bidet y encontrarla al día siguiente con sus hojas manchadas de rouge sin que hayan pasado los días se convierte en el máximo encanto sudamericano, en la infinita pasión tercermundista que se asemeja tanto al amor no correspondido, ese amor que sólo conocen los que aman mucho más que al amor, los que jamás se enamoran de los moldes sino de las arrugas en las manos, la humedad en el cuerpo, los ángeles ficticios, el olor a sexo obsceno, a besos duros, a caricias casi pornográficas; los que aman los gritos eróticos, todo lo que se dice de verdad, la poesía que se escribe cuando chocan accidentalmente los dedos de los pies sin haberse cortado las uñas, cuando se ama con todo y todo sigue igual. El tiempo. Recuerdo cuando acostumbrábamos a encontrarnos una vez por semana a comer a veces una pizza, y otras veces diferentes tipos de pastas, o simplemente unas copas de vino tinto en invierno o unas cervezas en verano; y siempre en el momento preciso sonaba ese aparato que vos llamabas telefonito, con su chirrido insoportable, más cercano a un despertador que al atropellador avance de aquel tiempo, avisándote que él te estaba llamando otra vez justo cuando estábamos tomando nuestra copita de tinto, porque era invierno, o las jarras heladas de cerveza, porque era verano. El tiempo. Y aunque me cueste admitirlo, te digo, soy una persona bastante tradicional, y por eso me dolió mucho en el pecho cuando se terminó la semana y ni siquiera me habías llamado para decirme que otra vez te sentías mal porque tu jefe no reconocía tu esfuerzo, o porque el tiempo te estaba matando, o porque, y esto nunca lo supiste, la sociedad post-industrial y qué se yo cuántas cosas más que habías leído en esa revista. De nuevo el tiempo. Cuando te pregunté por esa última vez me dijiste que no lo recordabas, que sólo tenías presente ciertos detalles, como que las copas eran muy finas, y el color de las cerámicas del suelo no concordaba con el diseño de las columnas, y tantas otras cosas que se parecían a mí pero no lo eran porque yo guardaba en la memoria otros grandes relatos, como que al entrar, como buen chueco que soy, di vuelta la alfombra de bienvenida, o que mi copa estaba rasgada, o que el suelo estaba lleno de filtros de cigarrillo pero cuando arrojé el mío, casi como un rayo mecanizado apareció el gerente, sí el gerente, y me alcanzó un cenicero y me miró con una cara de culo que parecía mentira de tan perfectamente anal que era, y que además me choqué contra una de las columnas al intentar ir al baño, y que sólo faltaba que me mease un perro, y que te reíste de una manera maravillosa cuando te enumeré en ese detallado ranking todos mis pasos en falso en apenas media hora. El tiempo. Y sólo me hablabas de cosas tan absurdas que el único método que tenía a mano para no aburrirme era perderme con la mirada en tus labios, y qué se suponía que iba a hacer para poder besarte, o de qué forma podía tocar tu pelo que se veía tan natural, según me dijiste, porque habías comprado un shampoo nuevo que te lo dejaba muy sedoso pero había aumentado de precio. El tiempo.
Entonces da lo mismo si llueve y me refugio en un café, si desaparezco y tomo un taxi para llegar a quién sabe donde, si caigo en la cama para recordar a tu lado todos los recuerdos que no sé si son tuyos pero al fin de cuentas me recuerdan a vos, y a tu desprecio, y a esta vida que llevo e ignoro si eso que vos llamás mi forma de ser, mi preocupación -a veces agotadora- por los problemas, o mis depresiones crónicas, no son sólo la farsa de una vida que se maneja como un sueño que no se conoce, ni se puede apagar porque en realidad jamás consigo despertarme. Y ocurre, mi vida, mi desconocido amor, que yo aun no había encendido mi cigarrillo cuando me dijiste que desde el momento en que lo había aplastado contra aquella pared desgajada de la noche porteña, la tormenta trajo una lluvia de acontecimientos perdidos entre aquellas esquinas repletas de una textualidad furiosa, llorando tendidamente como seres vivientes, como nativos iletrados de una realidad ficticia. Dijiste haber percibido un espacio vacío e insistí una vez más con mis preguntas de siempre, pero vos las subvertiste con la maldición del espejo roto de las calles, y cuando a veces, desbocado por la rabia, te aseguraba que no podía concebir los ecos transmutados de determinados conceptos hegelianos, y los detalles perdidos, y tu clásico “che, nos tenemos que levantar”, y tus risas repletas de sentido, y los mensajes sin contenido, y vos que no parecías vos, y yo que te iba moldeando y construyendo desde la boca a los pies a la manera en que te soñaba, soñando que los nombres se deslucen, los rasgos desaparecen y sólo queda el sueño de un amor falaz y jamás correspondido. |