Para Luisa las calles desaparecían entre la ficción de sus pasos, los bostezos de la primera mañana y la añoranza de ciertas voces ajenas que ya no habrían de volver ni jamás desaparecer. No había tardado en acostumbrarse a eso de caminar solitaria por la Avenida Avellaneda como una cosmonauta en el espacio que un día descubre que fue la fantasía quien engendró su sobrevivencia, y las relaciones malditas quienes la llevaron a transitar en soledad por una avenida que de noche parecía perder la vorágine de sus aciagas irrealidades para reconfortarse en la locura ganada por el desamparo y esa misma ficción que de a poco se desprendía de su falda. Ella lo sabía mejor que nadie porque ya nadie estaba a su lado para recordarle que su corazón era un afiche buscándose a si misma y sus ojos el engrudo vencido que jamás pegaba como debía pegar. Pero aún le atraían los gestos, la elección de colores en la vestimenta, los rasgos infantiles de su ciudad y el porqué de tantos ojos perdidos en la mesa de un bar. Tan sólo para abandonar un hogar que desconocía e ignoraba si habría de regresar alguna vez, tan sólo para refugiarse bajo el descanso de una avenida que parecía no culminar jamás y de calles que no existían salvo en esos pasos; la niña con cara de ausente había cruzado de lado a lado los restos de la Plaza 20 de diciembre para ver pasar a sus espaldas todo el tiempo en que dejó de ser niña. Y entonces ese día comprendió que la violencia es una sola y duele parecido. Apenas se había llevado consigo al hombre que amaba en un antiguo reloj de bolsillo que ya no funcionaba y en un pequeño grabador portátil con su voz en un cassette usado, e iba vestida con las marcas de ese mismo amor en el rostro herido y el recuerdo de padecer en una cama, a la cual le faltaba una mitad, el descubrimiento del tiempo perdido, del amor total, del alcohol compartido entre dos, y el sonido del ventilador de techo que parecía una cama rezongando por el movimiento de dos enamorados retozando sistemáticamente, o a lo sumo el roce del sudor y los insultos de un hombre excedido de peso (y a ella le costaba mucho entender el término excedido en ciertas circunstancias) pedaleando una oxidada bicicleta fija como lo hacía ese hombre que una vez había visto en televisión.
Poco importaba si la humedad se llevaba las ganas de vagar con un rumbo inconsciente, ella ya estaba cansada de caminar y caminar en una búsqueda demoníaca aunque jamás se le ocurriría rendirse por más que el sendero estuviese cerrado por las luces que todos los años se volvían a apagar allá en esa esquina. Daba lo mismo si eran dos cuadras antes o dos cuadras después de las vías del tren, daba lo mismo si eternamente parecía a punto de cerrar o si el show ya había terminado, daba lo mismo si era un bar olvidado en las callecitas negras de Flores, o si era Caballito, o si ese bar no existía, o si era mentira que de fondo sonaba algún jazz y ella comenzaba a enamorarse o desencantarse muy fácilmente. Lo que realmente importaba era el movimiento antagónico de esa mesa rota contrastando con la pasividad de sus escasos compañeros de ruta y de unos cigarrillos humedecidos por la mancha siempre reciente de café. Para el momento en que encendió ese fósforo, el estallido de luz pareció deformar la figura de aquel hombre que se acercaba peligrosamente al vacío de una mesa demasiado alejada de su propio cuerpo y del reflejo que torcía como plástico barato su postura, medio sentado en la silla, medio apoyado en la ventana. No sabía por qué pero el bar estaba demasiado oscuro, como si la puerta de entrada fuera en realidad un portal insignificante que permitía huir de la calle y entrar en otra que la imitaba en eso de ser refugio de perdedores y solitarios, de borrachos y adictos al masoquismo de una mujer de unos cincuenta años balbuceando melodías inexistentes y murmurando arpegios de combates contra el dolor y orquestas de abandono y temor al ineluctable avance hacia el futuro.
Eran las tres de mañana (siempre eran las tres de la mañana), y junto a la música de esa soprano horrorosa, sólo se escuchó un play, el sonido de una tecla vomitando los susurros que tan bien conocía, que tantas noches había compartido en la cama abrigada por la connivencia del amor, el sexo y otra vez el amor orgiástico de dos seres acariciados por las sábanas, los cuchicheos que tanto extrañaba porque ya no provenían de aquella contaminada voz. Y Luisa sonrió con sarcasmo: era él, no había ninguna duda que esa tonalidad gruesa al hablar y ese hilo temeroso para gritar provenían de su voz. Por pedido explícito de ella, hacía casi dos años que todas las mañanas le dejaba grabado en un cassette usado el menú detallado de todo aquello que iba a realizar durante el día más un breve resumen de lo que había soñado durante la noche. En realidad, él no lo hacía por amor sino para evitar ese llanto de niña que a él lo enamoraba cada vez más pero sin embargo no sabía cómo lidiar. Le reprochaba -a veces con razón- que esos proyectos eran inútiles, que cualquier plan de futuras acciones siempre se vería manchado por el inapelable contexto del día, ese desconocido porvenir que altera en su andar las realidades esquematizadas a priori; y que además el relato de los sueños se parecía casi a una vigilancia policíaca, o a una flagelación aceptada si sabía que esas narraciones siempre tenían mucho de invento, y porqué no me dejás de joder, Lu, con esos juegos de pendeja. Pero para ella en cambio escuchar esos proyectos era como compartir un diario íntimo de los movimientos de su amor íntimo, no para vigilarlo -tranquilamente él podría mentirle- sino para esbozar en un papel imaginario la estructura ilusoria de una realidad que, aunque al menos fuese parcial, habría de cumplirse tarde o temprano, y que debe grabarse para quedar inmortalizada, evitando de esa manera que su memoria pasada de hechos a realizar en el futuro no se pierda en el océano del tiempo que desilusiona, que golpea o que sorprende.
Siempre eran las tres de la mañana, y el play le habló al oído de los proyectos vicarios de un día sin contenido, de las ganas que tenía de mandar todo a la mierda y simplemente caminar el día entero por Avellaneda, y luego irse hasta Rivadavia, y pensar porqué las calles nacen y mueren en esa avenida, y porqué en ciertos tramos esas mismas calles se suicidan frente a las casas o frente a paredes irrevocables; y descansar en un bar a escuchar jazz, y decirte que ya no te amo, nena. A Luisa le encantaba escuchar esos fragmentos de una historia que alguna vez fue completa y que sólo él puede recordar, y así poder ella también sumergirse en ese mundo, y tejer con sus ovillos un relato onírico que se completaba con sus hilos, porque había leído en una revista que si pensaba mucho mucho en una cosa antes de irse a dormir, existían bastantes probabilidades –estadísticas- de que se sueñe con ellas. Y ya no se trataba de compartir ese sueño a las tres de la mañana, un sueño pesado y oscuro de una puerta que no se abre y que lucha por abrir aunque supiera que del otro lado no había salida, y él empujaba en medio del sudor y ya no podía recordar más; sino que en realidad esos ensueños grabados la hacían sentirse más cerca de él, más una parte suya, agregando sus maneras a un cuento que no podía pertenecerle sólo a él si se amaban tanto como lo decían sus manos.
Y era verdad, necesitaba escuchar su voz un número x de veces, tan infinito como inconmensurable pero siempre real y siempre vigente. Ya no habría de irse ese reloj que marcaba las tres de la mañana, irse como la voz que se alejaba de ella, que se desprendía de ella, que se llevaba en una valijita un cuento que ya no le pertenecía. Stop. Intentó secarse una lágrima falsa que jamás se escapó de sus ojos, caminó por sus mejillas y se aplastó como una gota de sangre en la mesa escribiendo líneas y líneas intentando trazar la paradoja de la libertad, la circunvalación perversa del iluminismo, las cadenas que se agarran de voces esclavas, que se atan a un barrio que vive de noche, en la soledad de esa noche y en el tiempo por perder. Luisa ahora conocía el dolor que genera la incapacidad de moverse, el retroceso infinito de un amor educado para ser salvaje -qué estupidez- y elaborado artesanalmente para destruirlo sin piedad. Pero ella volvería a buscar esa grabación, ese puente que une dos fotografías de una misma muestra temática, ese hermoso salvajismo que es puro y nace de las entrañas, que viene de la mano de una mano tendida, de un miedo compartido, de uñas que arañan apasionadamente la espalda en esos momentos supremos; y van abriendo sin permiso el hueco de salida, la boca que se pierde en un beso que es siempre iniciático y tan desgarrador como los sueños mismos. Y finalmente la noche como vieja literatura que se recupera entre los cajones de la indiferencia, como un cigarrillo bajo la lluvia, como un suspiro en el panteón del gregarismo; renacería de los escombros con su mística erótica y con la fantástica participación de una ciudad eléctrica que perpetuó su estática al interior de esa fraternidad de vidrieras separando las almas, de sentimientos siempre ardientes, de una otredad que se confunde en el sincretismo inmóvil, de la muerte impuesta asomando en las heridas, de las calles que se cortan y de los muros sin salida que se quiebran para siempre. |