La bajada de Artigas parecía la mismísima entrada al cielo.
A escasas dos cuadras de la calle principal su encorvado lomo amagaba de repente situarte en el infierno, con toscas sueltas que dolían bajo los pies descalzos. Menos los sábados por la tarde, porque las carreras y el deseo de ganarlas adormecían los sentidos...
Yo corría más expectante por lo que ocurría allí adelante y abajo –o arriba, cuando para no subir otra vez invertíamos el recorrido- con mis dos hermanos que con mi propio resultado.
Carlos e Hilario ya habían pegado el tirón de los nueve o diez y yo me mantenía en mis bajos 7 años, aunque cuando movía mis flacas piernas después del ¡listo-yá! siempre creía volar.
Había que ganarles a Ramón, al grandote Ulises o a Carlitos y no importaba mucho quién de ellos lo lograba, para volver orgullosos a casa asegurando sonrisa y comentario para varios días...
Esa misma bajada me sacó unos años después el corazón por la boca cuando la bicicleta de papá rompió freno y arrastré la zapatilla derecha –la pierna izquierda montada dentro del cuadro para alcanzar los pedales- hasta lograr caer en el deseado colchón de capuera en el baldío después de lo de Arnoldo.
Más abajo, ya cuando ver el horizonte estaba vedado por el espeso y alto monte detrás del arroyo, vivían Carlos y Ramón, a la derecha, en un caserío continuo sin diferenciación ni alambrada. Y aún más abajo, casi sin calle y antes del barranco y el sendero hacia el tajamar que construyeron todas las familias un verano, estaba la casa de Ulises.
Era a la izquierda. Y en un matorral más alto que nuestras cabezas hicimos esa vez el circuito más bello y más nuestro para autos de carrera. De los de plástico cargados con arena y que tirábamos de los hilos con un pedazo de gajo por manija. Allí nos hubiera encontrado muchas veces la noche y el castigo de no ser por el llamado ronco y áspero del gigante papá de Ulises, que manejaba uno de los pocos camiones ‘tanque’ –junto al del viejo Sarasúa después- que alimentaba la YPF de Don Arno.
Otros días –los más calurosos- los concluíamos con las zambullidas de la tardecita, que bajo la semipenumbra de la selva refrescaban deliciosamente culpas y heridas antes de emprender el ascenso con pasos cansinos y hamacados, trayendo el reparador rugido del arroyo entre las rocas en los oídos...
Ahora subo, desacostumbrado, apoyando las manos en los muslos a cada paso, pisando el empedrado nuevo y espiando de reojo tantas casas que no estaban; la casa de Arnoldo (recuerdo que se disfrazó de Papá Noel y junto a los juguetes extrajo de la bolsa unas prolijas e intimidantes varas de durazno “para que nos portemos bien”...) es ahora la de Canisio y es reflejo fiel de sus borracheras y su pobreza extendida en la prole de sus hijos quizás ya no deseados.
El antiguo mandiocal y maizal que ayudábamos a plantar es ahora la calle que encareció los impuestos. A la izquierda casi culminando el tope, el montecito de mil escondidas del barranco que aún está se transformó en escuela y canchita, mientras que a la derecha entremezclada con rosas chinas, santa rita y helechos está la casa, al número 89.
Mamá sigue ahí, soledad y cocina a leña, pan casero y mate con yuyos, con los ojos intensos y ariscos que se ablandan a rezos los martes y algunos jueves. O cuando puede abrazarnos que no suelta...
Apenas llego arriba –superando un poco la casa de Teresa que ya murió y la otra que fue del japonés- me vuelvo un instante y miro:
Un suspiro disimulado me descansa los hombros y el mismo atisbo de mi niñez me dice que sólo por aquí podré entrar al cielo...
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