Entonces caminábamos bajo un mundo de distancias, embriagadas de sueños inconclusos que hoy vuelven a afloran ante el correr del tiempo. Equidistantes y paralelas, socorridas por ese latir que aún hoy nos ampara, tejidas bajo el vientre de una misma esencia, frágiles, necesarias, elevadas, inconformes, sagradas, infinitas, transitando el cause que nos legaba el río, solitarias, profundas, hermanadas bajo una piel hereditaria, distantes y cercanas, inaccesibles. Allí te pude ver asomada a la ventana de los días, como una pequeñita gota de sol ejecutando el piano hora tras hora, con el cabello ensortijado de oros y el aire de las manos rozando el universo. Pude gritarte con esta boca involucrada de recuerdos, saldar mi deuda existencial mirándote a los ojos, limpia, deliciosa, tender mis manos hacia el horizonte de tu piel, fresca, diminuta, en un puente de infinitas lágrimas. Después la vida rondando calles ausentes, tu rostro persiguiendo mis debilidades, los años envolviendo nuevos cuerpos, fluyendo en una eterna espiral de sensaciones. Vos nuevamente adoleciendo tus edades, impresa de temores que aún nos acompañan, bella, inconclusa de miradas, luego mi ser tras el despojo de esas sombras, más ojos extraños, tu dolor que era el mío, bajo una paleta de sórdidos colores. La humanidad arrebatándonos los días, vos y yo casi tangenciales ante el mundo, enraizando los sentires de mil lunas, traspasando ese andar ilimitado bajo el reflejo de un mismo ser envejecido. Y el sol aflorando como una nueva herida en las almas que saciaba estas mismas fuentes, amaneciendo en una conjunción de edades para confluir en niña, adolescente, mujer, madre, abuela; en muerte...
Ana Cecilia.
|