El termómetro, de un tamaño ciclópeo, se desplazaba hacia mí de forma impasible mientras una enorme mano y el rostro deformado de mi madre avanzaban sin cesar. Yo sabía que el rostro deformado era una consecuencia de la fiebre. No es que mi madre la tuviera y que por ello se le hubiera alterado la cara, sino que era yo quien había modificado la percepción de las cosas debido al incremento de temperatura de mi cuerpo. Eso me convertía en un ser en un estadio especial de la vida: con gripe, de la misma forma que existán otros: en paro, de cuerpo presente, en númerus clausus... Quizá esa situación me otorgaba indirectamente una posición elevada con la que comprender la complejidad del mundo que los demás, en un estadio de normalidad, eran incapaces de entender. Debía pues aprovechar esa situación para hacer algo. Pensar, leer, escribir, comunicarme... El cuerpo me pesaba y era incapaz de incorporarme. Haciendo caso a aquella voz sepulcral, dormitaba oyendo multiplicados por cien los ruidos de fondo e ingería extraños líquidos y sólidos que según me indicaban iban a devolverme a la normalidad. Sin embargo, por alguna razón nadie me había preguntado si deseaba volver a esa situación. Para mí, la gripe era una experiencia cuasi mística de contemplación que me daba la oportunidad de disfrutar de la cama de una forma extendida en el tiempo.
" Estaba malo" pero esa maldad, aunque contagiable, no era peligrosa sino, más bien, deseable. Y eso era lo peor.¡Normalmente duraba tan solo cinco días!¡Qué desgracia!
Luis Vea García, 2000 ©
|