-Es enfermito-dijo mi compañero, presentándome a sus amigos.
-Bueno, debo serlo-me dije- y no puse mayores reparos a ese diagnóstico tan certero.
La verdad es que todo comenzó cuando la profesora de castellano nos preguntó en clase que otro término podría desprenderse de la palabra fiel y yo, que nunca levantaba mi mano para nada, esta vez, impelido por un ataque de sabiduría, la levanté con firmeza para decir: -Fidelidad, señorita. Ella, sorprendida ante esta espontánea muestra de conocimiento, se deshizo en halagos con este niñito tan sabio. Aquí fue cuando yo, avergonzado por transformarme en protagonista de la clase y sintiéndome mirado por cuarenta pares de ojos expectantes y así como el goleador después de convertir el tanto alza su mano al cielo, o se da una voltereta en el aire y hace una reverencia burlona al adversario, asimismo, imaginé que mi banco era un flamante piano de cola y comencé a teclear con furia, riendo nerviosamente mientras repetía: -¡Yo se, yo se! De inmediato las carcajadas remecieron la sala de clases mientras, dentro de mi recién inaugurada tontera, me daba perfecta cuenta que no reían conmigo sino de mí. Allí nació mi fama de tontito. Gracias a la palabra fidelidad.
Poco después me dije: -Quiero ser un gran dibujante. Y cuando la profesora nos ordenó que representáramos una típica fonda chilena, me esmeré en dibujar cada detalle, cada banderita, cada vaso y entrelazados en el centro al huaso y la china dándole forma a una esplendorosa cueca. Entonces fue cuando nací al mundo como un avezado dibujante, recibiendo el beneplácito de la maestra y el callado respeto de mis compañeros. Sin desearlo, pasé a ser el corrector oficial de los mamarrachos de esos mismos chicos que me catalogaban para sus adentros como un discapacitado mental.
La crueldad de algunos profesores que a punta de varillazos nos obligaban a aprender las lecciones, tuvo su punto crucial cuando en un ejercicio de matemáticas, nos sacaron a la pizarra a varios chicos. Yo quedé en el último lugar y desde esa discutible posición de privilegio veía como iban cayendo abatidos por el castigo todos mis compañeros. Ninguno se sabía la lección y la varilla dejaba huellas rosadas en sus pantorrillas desnudas. Yo desfallecía mientras en mi cabeza trataba de hacer calzar las cifras que me liberarían del tormento. El compañero que me antecedía, tampoco pudo resolver el acertijo y sufrió el castigo ante mis aterrorizados ojos. Con la música de fondo de sus desgarradores alaridos, de pronto, ocurrió el milagro. Tiza en mano, tracé los números salvadores ¿de adonde? no se. Lo cierto es que fui una vez más felicitado mientras yo, con los ojos redondos de asombro, no atinaba a comprender que diablos fue lo que me salvó del inminente castigo. Desde entonces creo que mi ángel guardián ha sido un tanto complaciente con mi pereza.
Por último, debo reconocer con un poco de pudor que odiaba con todas las fuerzas de mi escuálida humanidad a ese engendro insufrible que era el chino Lay. El siempre me hostigaba, me hacía bromas pesadas, se burlaba de mí hasta enfurecerme. Mientras la clase transcurría, yo tramaba terribles torturas para ese descendiente de orientales, llegado a estas latitudes para hacerme la vida imposible. Lo deseaba ver tendido en el piso, descuartizado, hecho añicos, pidiéndome clemencia a gritos, desgañitándose y luego implorándome que le diese benefactora muerte. Ahora, si me encontrase de sopetón con este aborrecible compañero, consideraría todo lo pasado como asunto pretérito que no viene al caso remover. Si yo lo reconociera y el fijara sus oblicuos ojos en mi, me adelantaría primero, me colocaría frente suyo para…darle un abrazo apretado y sincero, le palmotearía sus espaldas y le preguntaría por su vida. Y estoy seguro que el también se sentiría agradado porque esa existencia compartida en el colegio, es, pese a todos los sinsabores, algo que siempre añora el corazón de un hombre agradecido…
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