“Anduve un tiempo de la mano de un maestro que me ayudó a conocerme a mí mismo. Aprendí a vivir en soledad, a caminar entre los hombres, a mirar el infinito con humildad, pero sobre todo a descubrir lo maravilloso que es estar vivo”. J.M.S.
Como en el monólogo que abre la novela Trainspotting de Irvine Welsh, a menudo el camino trazado previo a nuestras vidas, es el desarrollo final de las mismas sin que ni siquiera nos cuestionemos su validez para nuestras elecciones. La historia de la mayoría de nosotros podría resumirse en apenas veinte frases, a pesar de la trascendencia que nosotros mismos queramos otorgarnos.
Estudia, encuentra un buen trabajo, adquiere una buena vivienda, céntrica, próxima al trabajo, que puedas decorar con muebles de diseño. Aspira a un buen sueldo, encuentra una pareja para poder dotar al mundo de sustitutos de tu mismo papel, de modo que la rueda siga inexorablemente girando. Un buen día, en mitad del torbellino, algo puntual nos pone entre la vida y la muerte – un accidente, una analítica, una muerte cercana – y nos hace cuestionarnos si todo esto ha sido producto de la elección o del simple devenir. Esta es, en palabras mundanas, la tesis existencialista de Heidegger. Alejado del habitual concepto becqueriano, romántico y casi suicida que se tiene del existencialismo, lo que el filósofo alemán plantea es un canto a la vida. Nos inculca una reflexión sobre nuestra propia existencia con el afán de comprender las elecciones que tomamos, y que éstas sean conforme a nuestra propia concepción de uno mismo. El existencialismo, lejos de inducir a adoptar una actitud depresiva, nos lleva a la reflexión y a la elección, de modo que nos competa la tarea de conocernos a nosotros mismos, y por ende, a adoptar las decisiones que condicionen nuestras vidas. Dentro de la cultura occidental actual, alejada de la necesidad más inmediata y de la supervivencia, adoptar la visión existencial supone ser nosotros mismos, y atribuir a la vida el valor intrínseco de la misma cuando uno ejerce el control sobre ella y sobre las consecuencias de los caminos que selecciona. Si bien Nietzsche plantea un canto a la vida similar, éste propone la aniquilación de algunos valores y actitudes para poder ejercerla. Heidegger, al contrario que el prusiano, no marca un camino igual a todos, no propone una receta, sino que insinúa que es cada uno quien debe imponérsela a sí mismo. Es decir, no incluye ni excluye valor o conducta alguna, sino que realiza un planteamiento de “todo vale”, siempre y cuando sea uno mismo quien lo escoja para sí. El camino trazado no es menos válido si lo hemos escogido, pero se convierte en un yugo si tan solo lo hemos ejercido, contrariando – o desconociendo – nuestras propias aspiraciones. Simplificando, la realización está en el conocimiento de uno mismo – tanto en virtudes, aspiraciones como en limitaciones – . La simpleza de la conclusión última no la convierte en tarea fácil, pero si nos descubre el camino que nos hará más fáciles la elección de otros senderos.
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