I
...Pato hace harto frío (...) oye Pato volví a soñar lo mismo soñé que te demorabai en llegar del trabajo y no tenía nada qué comer tenía mucha hambre entonces soñé que me acurrucaba en unas escaleras blancas y entonces me quedaba dormío y entonces me despertaba y abría unos fósforos y entonces ellos brillaban “amarillo-fuego” y me iba a un lugar tibiecito (...) Pato ¿me escuchastes?
Se despertaba la luz en la ciudad de Santiago, entre los flojos trinos de los pájaros que se atreven a vivir en la urbe. Las calles ya presentaban un stress creciente. Estaban pobladas de automóviles y de buses “amarillo-ennegrecidos”; comenzaban los mendigos a caminarlas, junto a los vendedores ambulantes y a los artistas de la calle. Sin duda que éstos últimos son quienes, entre los tres, tienen el oficio más difícil, porque no apelan ni a la caridad, ni al estómago. Ellos demandan al asombro; se las ingenian para inventar nuevas rutinas, en los pocos segundos que el semáforo lo permite, y, con ellas, recibir algunas monedas boquiabiertas. Los artistas callejeros saben que mientras mejor arte hagan –mientras más osado, mientras más insólito, mientras más complejo- más dinero podrán llevar al lugar donde pasan la noche. También saben que su arte puede tener dejos de caridad. Un niño haciendo malabarismo con pelotas de tenis puede juntar tanta plata como un equipo bien entrenado de gimnastas. Pato, que comprendía muy bien esto, dejaba a Rorro con unas cuantas pelotas en Huérfanos con Miraflores. Luego partía a Hernando de Aguirre con Pocuro a juntarse con sus amigos gimnastas.
...Sí, sí, ya te escuché, Rorro. Para de hablar tanto. Yo también tengo mucho frío. No pesquí tus sueños, son inútiles. Eso no nos da plata. Apúrate en despertarte y en tomarte el té. Eso sí que está calientito. Después, practicai un rato y te vai a trabajar. No perdai ninguna pelota. Pobre de ti si te pillo descansando. No gastes mucho en el almuerzo...
II
Los amigos de Pato le habían dicho que fuera duro con su hermano. Que era por su bien. Que debía hacerse hombre. También le dijeron que era bueno que su hermano se pusiese a trabajar después del Liceo. Pato pensaba que esas cosas no eran necesarias. Pero, con el tiempo, le encontró la razón a sus amigos. Le dijeron que las pelotas de tenis eran eficientes. Compró unas cuantas en Nacho’s, una tienda que decía reunir las que se perdían, entre los arbustos, en los partidos de Tenis; en verdad todos sabían que no podían ser tantas.
Rorro iba al Liceo y, después de almuerzo, se ponía a hacer torpe malabarismo donde su hermano le había indicado. Apenas conseguía mantener una pelota en el aire. Pero, de todas maneras, al pasar con la mano extendida entre los autos, siempre conseguía algo de plata. Tal vez era su pelo oscuro, opaco como pocos, el que se encargaba de las manos generosas. En un comienzo practicaba antes de ir a hacer su rutina; pero luego descubrió que podía practicar donde pedía, y así conseguir monedas mientras entrenaba. En la noche caminaba seis cuadras hasta la panadería donde se juntaba con su hermano. Luego caminaban hasta el lugar donde pasaban la noche.
...Pato Pato hoy día mira cuánto gané mira mira ahora ya no practico donde antes ahora me pongo altiro en la calle y me dan monedas también por practicar cacha un gallo me dio un billete y entonces me dio una caja con leche con chocolate y entonces me preguntó donde dormía y entonces me dijo que va a pasar todos los días por ahí y me va a dar todos los días leche con chocolate (...) toma, tómalas...
A Pato también le había empezado a ir mejor. Se habían cambiado de esquina, una semana atrás. También cambiaron la rutina. Comenzaron a hacer lo que llamaron “el ave humana”: como Pato era flaquito y no tan grande (tenía dieciséis), lo impulsaban desde un lado al otro de la calle, donde era recibido por sus compañeros. Además, invitaron a unas amigas a ver el trabajo. Terminaron pasando recogiendo monedas y ganando otras, con sus petos apretados. Con todo esto las ganancias se multiplicaron, a pesar de que eran más. A veces, cuando los billetes eran más de los esperados, se iban a celebrar a un bar. Pato aprovechaba ahí de estar más cerca de Joseline. Todos los días pensaba en su sonrisa.
...Qué bien, Rorro, qué buena idea la tuya (...) ¡Conseguiste hartas monedas hoy día!. A mí, en cambio, no me fue muy bien; la gente ya no es tan generosa como antes... Tal vez tengamos que buscar otra esquina, más lejos. Menos mal que a ti te está yendo mejor. Así que no ocupes tiempo en hacer tareas, mejor úsalo en ganar monedas. Recuerda siempre pasarme toda la plata, no se te ocurra gastártela en nada. Si lo haces, pobre de ti.. Espérame aquí afuera mientras compro el pan y el té...
Rorro se sentó contra la pared de la panadería. Miró de reojo el Club La Unión. Aun de noche sus blancas escaleras relucían tras las columnas. Pensó que no tendría tiempo para terminar las tareas. Estaba agotado. Le dolían un poco los brazos desacostumbrados. Tal vez fue eso, junto con el brillo pálido, lo que lo mantuvo sosegado, esperando a su hermano. Pensó en una cazuela. Tras un versátil minuto, salió Pato con el té y los panes. No entendía porque le resultaba tan familiar esa escalera. Parecía parte de un sueño. Le pasó las cosas a Rorro y se fueron caminando, en silencio. Un perro intentaba romperlo, ladrando en la mitad de la calle. La calle estaba pintada de “amarillo-noche”. La luna era devorada por unas nubes rojizas. Llegaron a la calle Esmeralda. Se metieron en un espacio entre dos edificios antiguos. Ahí reinaba el negro oscuro, el negro acartonado. El frío, aunque aplacado, seguía siendo duro, pero ahora, matizado de humedad. Se acostaron. Pato pensaba si sus amigos tenían la razón. El perro seguía ladrando, pero cada vez más despacito...
III
...¿Me lleva por 200?. (Qué extraño yo tam...). ¡Gracias! (Yo también volví a soñar lo mismo. Pero qué, los sueños son sueños y nada más. ¿Irá hoy día el Rambo?. Les voy a contar. A ver qué opinan. Yo creo que está bien. Sino, se puede relajar. Además, así puedo ir en la noche a tomar una cerveza con los cabros e invitar a la Joseline)...
Rorro fue al Liceo. Sus amigos lo invitaron a jugar fútbol, en la tarde. Hubo silencio. En la hora de más calor sonó el timbre. Rorro fue a la panadería. Compró dos marraquetas y un par de mortadelas. Se fue llorando en dirección opuesta al colegio. Se sentó en una plaza. El calor era menor ahí. Encandilaba mirar hacia la calle. Se arremangó los puños húmedos de la camisa para prepararse el almuerzo. Pensaba en el sueño. Sacó 3 pelotas de Tenis de su mochila. Estaban más ennegrecidas, que antes; “amarillo-oscuro”. Caminó lentamente hacia Huérfanos con Miraflores.
El sol cansado iluminaba “amarillo-enrojecido” las calles de Santiago. Las sombras se multiplicaban a esa hora. Los autos rehacían el camino que hicieron en la mañana. Rorro seguía haciendo malabarismo en la calle. Las pelotas cansadas ya no se elevaban tan alto. A veces pasaba pidiendo monedas sin haber hecho el show. La capacidad de concentración se atenuaba, como el calor. De pronto, pasó un compañero de Rorro, por la vereda, junto a su mamá. Mientras sus pasos se alejaban de la esquina, los miró con impotencia. No era rabia contra nadie; era más bien tristeza. Tristeza de no recordar más que unos cabellos largos y oscuros como los suyos. Tristeza de no encontrarle una explicación justa a la vida que llevaba. Sólo le quedaba la felicidad del sueño que había soñado todas las noches de los últimos cinco días. El frío se tornaba calidez, el blanco escalón se convertía en colchón blando, el duro cartón, se transformaba en suave frazada y los fósforos que su mano apretaba, en amorosos cabellos oscuros.
Lo sacudió fuerte un bocinazo. En sus manos sólo habían dos pelotas. La otra había rebotado en el capó de un lujoso Mercedes Benz y luego se había ocultado bajo un auto estacionado. La luz era verde. Las bocinas de otros vehículos se sumaron a la armonía. Rorro se subió rápidamente a la vereda.
Pato estaba en el bar con sus amigos. Había sido un día magnífico para el bolsillo. Era necesario celebrarlo. Joseline estaba sentada sobre sus piernas. Ella tenía quince, pero aparentaba más. Le preguntó si le había mentido o no a su hermano. Dijo que sí. Los amigos, que escuchaban todo, brindaron por Rorro. “Bien hecho”. “Todo un hombre”. Pato sonrió. Entonces miró a Joseline. Ella no sonreía. “Mañana dile la verdad, para que esté tranquilo”- le dijo. Él asintió.
Se quedó ahí largos minutos. Sus ojos se fijaron en la nada. Sintió sus pies cansados y sus brazos acalambrados. Sintió el peso del frío, del hambre, del agotamiento. Sintió el peso responsable de las monedas en el bolsillo. Sintió el vacío de la pelota que faltaba. Se puso de pie. En la mitad de la cuadra encontró, botada en el suelo, una cajita de fósforos. Era raro que aún tuviera tantos fósforos. Caminó, a paso lento, hacia Nacho’s. La puerta estaba entreabierta. No estaba la persona alta y rubia que les vendió la otra vez. En su lugar había un moreno de mediana estatura. Compró una pelota, de las más baratas. Afuera brillaban algunas tímidas estrellas. Sus pasos lo llevaron hacia la calle. Ella lo llevaba hacia el rincón entre las dos casas antiguas. Tenía mucha hambre. Hacía frío. Pasó delante de la panadería. Decidió sentarse en las escaleras. No iba a comer; ya había gastado en la pelota. Además su hermano se podía enojar por no haberle entregado la plata. Hacía mucho frío. Estaba cansado. Se acurrucó contra las escaleras. El sueño fue más fuerte que el hambre y el frío.
La música no permitía hablar de lejos. Pato se aprovechó de esa excusa para ir a un rincón apartado con Joseline. Se besaron varios minutos. De repente, se apoyó en el hombro de ella y se puso a llorar. Ella lo abrazó. Que la mentira, que ya no estar en el Liceo, que tanta responsabilidad, que su hermano. Sonaba la música fuerte. Las luces del bar eran “amarillo-fosforescente”. En la confusión, ella acercó sus labios a los de Pato. Se siguieron besando varios minutos más. Uno de los gimnastas los interrumpió: “Pato, si quieres puedes pasar la noche en mi casa, queda más cerca que la tuya”. Él aceptó. Después, la siguió besando.
Despertó porque algo le molestaba en el bolsillo. Tenía erizados todos los pelitos de los brazos. Metió la mano, insensible, al bolsillo. Eran los fósforos. Pensó que un fósforo encendido por lo menos lo ayudaría a calentarse las manos. Prendió uno. ¡Cómo chispeaba!. Era una llamita de color “amarillo-fuego”. ¡Pero que luz más extraña!. A Rorro le pareció estar en un lugar calientito. ¡Cuánto calor le daba ese fósforo!. También le parecía que la escalera se había ablandado. De pronto, sintió unos cabellos suaves sobre su piel helada. Había empezado a sentarse para ver mejor esos cabellos, cuando la llama se apagó. Sólo quedaba un fósforo quemado en entre sus dedos. El frío volvió a enderezar los pelitos del brazo. Entonces sacó otro más. Lo encendió. Este fósforo brillaba aún más. Sintió el olor de una rica cazuela. Ya no sentía frío. Miró hacia el lado y miró la cara coronada por cabellos oscuros. Le sonreía. Era bellísima, y muy cálida. Sus labios se curvaron. Cerró los ojos. Comenzaba a hablarle a esa mujer cuando el frío golpeó su cara y las escaleras se endurecieron. Quería volver a verla. Sacó todos los fósforos que quedaban y los encendió.
IV
Se bajó de la micro antes que se detuviera. El día estaba pintado “amarillo-mañana”. Llevaba cuatro marraquetas, recién hechas. Caminó hasta el espacio entre las dos casas antiguas. Buscó entre los cartones. Rorro no estaba. Debía estar en el Liceo. Se tranquilizó un poco. La noche anterior no había dormido casi nada. Pensó en la Joseline; en su sonrisa y en su apretado peto. Pensó en el sueño. Era el mismo de los últimos días: Rorro y los fósforos. Caminó lentamente, adormilado entre recuerdos, hacia Esmeralda. Tenía mucho sueño. No le costó quedarse dormido.
Despertó bruscamente. Afuera iluminaba un sol “amarillo-calor”. Ya no iría a trabajar ese día. Rorro, probablemente, ya había salido del Liceo. Se incorporó. Dejó los cartones, desordenadamente, apoyados contra el muro húmedo. Se arregló un poco el pelo con las manos. Tomó la bolsa con los panes y partió hacia la esquina donde su hermanito hacía malabarismo. Rorro no estaba. Entonces el sueño se cristalizó nítidamente en su mente. Frío, hambre, fósforos... ¡escaleras blancas!. Sí, recordaba haberlas visto, pero no sabía donde. Sacó una marraqueta de la bolsa. Se sentó a pensar en dónde estaban. Los autos eran pocos a esa hora. Parecía un día alegre, por el sol y por la brisa. Sacó otra marraqueta. El peto apretado volvió a ocupar su cabeza. Recordaba el bar, el rincón, la luz “amarillo-fosforescente”. La sonrisa. El peto.
El sonido de una bocina lo hizo despertarse. Se sentía mareado. Se paró. Se le cayó la bolsa con marraquetas. Santiago era “amarillo-atardecer”. Las recogió. Por lo menos Rorro tenía que ir a pasar la noche a Esmeralda. Se puso en camino, esta vez apurado. Las imágenes se mezclaban en su cabeza. Cuando pasó la panadería vio las escaleras. Rorro no estaba. Se sentó. No lograba comprender nada. De pronto, su mano halló una caja de fósforos. Estaba vacía. A su alrededor yacían muchos fósforos quemados. En el cielo, reinaba el astro “amarillo-fuego”. Unas horas después, fue destronado por la luna. Con ella, llegó el frío y las luces artificiales “amarillo-noche”. Esa noche, Rorro no llegó a dormir.
|