EN LA BARCA
El frío de la madrugada congela mis huesos bajo el chaquetón de plumas, inútil. Las olas mecen con ritmo suave la barca. El murmullo quedo del movimiento del mar, melodía ahogada que nos acompaña, la inmensidad frente a nosotros.
No entiendo nada del mar, sé que es otra de mis decepciones. Esta es la primera vez que lo acompaño. Ya han pasado los primeros mareos, los primeros vómitos, y ahora estoy acurrucado en una esquina que no sé si es la de babor o la de estribor. Él está en la esquina opuesta, con la caña en una mano, fumando con la otra, sin decir nada. ¿Qué encerrarán esos silencios?
Le ha alegrado mi gesto, el de acompañarlo a pesar de todo, a pesar de mi ignorancia, de mi debilidad, del frío, del sueño. Sabe que lo hago por él, y me lo agradece. Sin palabras, pero me lo agradece. Sentí el escalofrío que recorrió nuestros cuerpos cuando, camino del espigón donde ata la barca, me echó un brazo por los hombros y me acercó a él.
Es el retiro que merece. Recuerdo aquellas noches de verano en las que paseábamos por la bahía. Me contaba historias de sus vueltas al mundo, de los puertos maravillosos que visitó, o de aquellos en los que ni siquiera se atrevía a asomar la cabeza por el ojo de buey, en África, en Sudamérica. Me hablaba del hambre, de niños más pequeños que yo mendigando por las calles casi desnudos. Me encantaba oírle. Me veía a su lado, agarrado de su mano como en ese momento, recorriendo las calles de Buenos Aires, San Juan de Puerto Rico, Nueva York, o Montevideo, qué sé yo. Recuerdo sobre todos un nombre: Johannesburgo. Sonaba mágico en su voz, como a un lugar remoto donde existían todas las cosas del mundo.
Añoraba la mar, como él decía. Pero a mí me infundía respeto. Para mi mente infantil era un milagro incomprensible que un aparato tan grande y pesado como un barco pudiese flotar tan tranquilamente sobre las aguas, era algo extraordinario, maravilloso, horrible. Él siempre quería convencerme para que nos montásemos en el vapor que cruzaba la bahía, pero yo temblaba con la simple mención de su nombre. Comencé a defraudarlo.
Él esperaba que yo fuera lo que no pudo llegar a ser. Mi madre le plantó un ultimátum con mi hermana mayor en brazos, cuando fue a buscarlo al puerto después de cuatro meses en la mar: o ella o yo.
Mi hermana había nacido con mi padre lejos, y eso fue algo que mi madre no podía tolerar. Así que tuvo que guardar la cartilla de embarque en un cajón, al fondo, para nunca más volver a usarla.
Después vino mi hermano, mi hermana pequeña y finalmente yo. Tuvo que andar de acá para allá en trabajos duros. Estuvo unos años de peón de albañil, otro tanto en una empresa de congelados en el puerto, “el frigorífico” la llamaban, vendiendo pescado por las casas... Se buscó la vida para darnos de comer. Nunca oímos una queja de sus labios.
Siempre tenía tiempo para jugar con nosotros, para llevarnos a pasear, para comprarnos tonterías.
Lo pasó mal en Bilbao. Comenzó a trabajar en una empresa de dragados, pero tras una reestructuración de personal se vio obligado a elegir: la calle en Cádiz o trabajar en Santurtzi, un pequeño pueblo junto a Bilbao. No le dábamos opción, cuatro bocas eran muchas para alimentar.
Allí estuvo a punto de perder la vida: se cayó en un dique seco, golpeándose en la cabeza tras rebotar en el suelo. Yo era muy pequeño, tenía unos tres años, y recuerdo mal todo aquello. Sólo recuerdo la noche en que mi madre y yo nos montamos en el tren. Primero Madrid, Atocha, el coche-cama, después Bilbao. Luego una tartana enorme e incómoda, el frío, y el puerto de Santurtzi.
Imágenes difusas, tardes oscuras, un parque con unos árboles enormes, creo que chopos, no sé. Casas con tejas, lluvia, mucha lluvia. Y mi padre de nuevo al lado de mi cama. Había estado hablando con él a diario por teléfono, incluso me mandó un futbolín por correo, pero ningún regalo podía compararse a sentir sus ásperas manos golpeándome suavemente las mejillas, sonriendo, siempre sonriendo.
Volvimos a Cádiz, a los seis meses. Volvieron los apuros, los trabajos temporales y mediocres. Recuerdo una tarde que me llevaron corriendo al hospital con un dolor en la barriga, muy asustados. Creían que era apendicitis (otra palabra que se me grabó, ese sonido, me llevé años queriendo tener apendicitis), pero solo fueron gases.
Y por fin, la gasolinera. Me encantaba oler su ropa cuando volvía del trabajo, el uniforme a rayas blancas y rojas que tenía que llevar. Muchas noches lo acompañé, jugando con una pelota de papel de aluminio al fútbol, escuchando música, leyendo libros. Pero empezó a faltarme.
Los horarios eran difíciles, muchos días tenía que trabajar mañana y tarde, cuando no estaba de noche. Añoraba sus historias, sus paseos, sus abrazos. Echaba de menos su sonrisa a la hora de comer, a la hora de cenar, su cara bonachona mal afeitada que me raspaba al darme las buenas noches, las tardes de domingo acostado con él en la gigantesca cama de mis padres, escuchando el "Carrusel Deportivo", rompiendo quinielas.
Inevitablemente crecí. Mis hermanos se fueron casando y marchándose. Llegó mi abuela (la madre de mi madre) tras la muerte de mi abuelo. Fui creándome un mundo pre-adolescente donde no había lugar para nadie más que no fuera yo. Lo excluí.
Pasaron los años, cada vez hablábamos menos, cada rato me sentía más lejos, muy lejos, y con mucha vergüenza para volver. Él tampoco me reconocía, me sentía distante, en otro mundo muy diferente al suyo. Ya no era ese niño pequeño que agarraba con una mano mientras le explicaba el mundo, ese niño que quería que fuera marino mercante. Era un tipo más alto que él, estudiante eterno de una carrera sin salida, continuamente entre esos seres desconocidos para él que llamamos libros.
Pero lo que más me impresionaba era que nunca, jamás, oí una protesta, un grito, un mal gesto, un reproche. Todo estaba siempre bien para él. Si yo tenía una explosión de cólera ante la injusticia más imperdonable del mundo, él se limitaba a ponerme una mano en el hombro, sonreírme y decirme: “Sss, tranquilo quillo”.
¡Cómo he admirado siempre su forma de ser! Apenas sabe leer (desde muy pequeño tuvo que trabajar y no pudo ir a la escuela), pero su filosofía de vida es la más práctica que pueda tener nadie.
Llegó la hora de jubilarse, yo ya tenía mi vida, y entonces comencé a notarle triste. Ya no sonreía tanto, no se le veía tan alegre. Echaba de menos la rutina, el sentirse útil. Tenía todo el tiempo del mundo pero no tenía ganas de hacer nada.
Le compré una barca. Lo llevé al espigón en el que paseábamos cuando era niño. Me contó historias, me preguntó si recordaba, reímos. Era como si hubiésemos retrocedido treinta años y nada hubiera cambiado, nada hubiera sucedido.
Se le saltaron las lágrimas cuando le dije que subiera a su barca, que se la había regalado, que volviera a navegar.
Sólo pongo una condición para aceptarla – dijo enjugándose los ojos.
Dime.
Tienes que venir conmigo un día.
Me acaba de mirar con sus ojos tiernos, a mí y a mi cuaderno. “Te vas a marear otra vez”, me ha dicho, con esa media sonrisa tan suya. Cada vez hace más frío, no hemos pescado nada, pero eso es lo de menos. Aquí, en esta barca con él, vuelvo a sentirme un niño, vuelvo a notar sus manos ásperas enseñándome a manejar la caña. Me encantaría tener el valor para expresarle todo lo que siento, cuánto lo admiro, cómo le quiero. Pero, a estas alturas, en esta noche helada, en mitad de ningún sitio mar adentro, sé que acompañándolo, con mi cara descompuesta, con mi cuaderno y mi frío, pero al fin y al cabo, junto a él, estando junto a él, vuelve a sentirse importante, vuelve a sentirse feliz.
No se merece menos mi padre que eso, ser feliz.
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