EL HIJO
El ladrido de los perros se escuchaba desde la lejanía, el agobio por el peso de ese hijo que no le daba la esperanza de seguir andando, no le permitía oírlos.
Con gran esfuerzo desprendió las manos que asían su cuello fuertemente, al punto que hasta la respiración se le entrecortaba y dejó caer a Ignacio.
La herida aún sangraba. La noche oscura, gélida y deshabitada se volvía inhóspita incluso para los cadáveres.
Hasta cuándo sangra la muerte, se preguntó, mirando a su hijo que yacía en el suelo, mientras los perros al oler la parca, se acercaron aullando hasta donde se encontraban ellos.
Las lágrimas eran tan áridas como la tierra, quería llorar, pero ellas se oponían a bañar su rostro y así limpiarlo del polvo desprendido por esa tierra sedienta de una lluvia que jamás la bendecía.
Se sentó a esperar que el alba despuntara por si alguien pudiera ayudarlo con su hijo. Inclusive los perros se habían ido, tan solo uno se quedo allí echado, aguardando quién sabe qué.
Usted sí que es fiel, en cambio él, un mal agradecido – le dijo
Lo vengo cargando desde el otro pueblo, rogándole que me dijese cuando oyera ladrar los perros y nada. Solo el peso de su cuerpo y el silencio me trajeron hasta aquí.
Ha sido un mal hijo, egoísta, caprichoso, desagradecido.
El perro lo escuchaba atento con las orejas tiesas y la mirada aguda.
Una pálida luna iluminaba el cielo, un silencio que dolía los oídos y una brisa fresca eran su guarida.
Se quedó dormido.
El cantar de un gallo ronco le anunció el día. Abrió los párpados y solo las tumbas yacían ante sus ojos.
Mara
nov.’02
|