“LA APUESTA”
Nada hay más placentero que jugar al golf acompañado de un inglés refinado, suelen desplegar un sentido del humor envidiable, bálsamo de los frecuentes fiascos de este deporte, y ganan o pierden con una elegancia innata.
Comentábamos al final del partido, en el llamado hoyo diecinueve, las incidencias de los dieciocho anteriores, tortura infernal que ni al mismo Dante se le hubiera ocurrido.
Mi amigo se disponía a abonar la perdida apuesta, no sin antes lamentarse de su mala fortuna, inmerecida desde luego, y del curioso papanatismo reinante en el mundo del golf, según el cual apostar dinero vulnera la estética de un juego entre caballeros.
En un improvisado alarde filosófico, razonaba que el dinero es una mágica abstracción que contiene universales posibilidades; unos billetes pueden ser música, libros, o un grato paseo por Kensigton’s Garden. ¿Sería correcto jugarse unas entradas para Turandot en el Metropolitan?, nos inquiría con sorna.
Luego explicó la extendida afición a apostar como el suave contacto consciente que nos permitimos con el azar; sabedores ocultamente que dsconocemos las poderosas fuerzas que manejan nuestros más pequeños actos. Vamos, que vivimos en el Casino Montecarlo, del que paradójicamente salimos a veces ilusionados por comprar décimos de lotería.
Alguien mencionó situaciones cómicas relacionadas con la ludopatía, cuando nuestro inglés, ebrio de un protagonismo absolutamente ajeno a su carácter, le interrumpió con el caso de dos curiosos personajes a los que conoció intimamente en su club de Hampton Court. Ambos padecían el típico espejismo de la prosperidad, creer que el dinero les daba el control de sus vidas, por otro lado mortalmente aburridas.
Su encuentro fue inopinado, era un solitario lunes en el que habían fallado sus mutuos partidos. La imperiosa necesidad de jugar y el gregarismo que todos padecemos llevó al más resuelto a abordar al otro. Esa tarde, el inútil combate de golf ocupó toda la atención. Su habilidad en el juego era muy similar, propiciando una incertidumbre particularmente atractiva al partido. Pronto, los “mano a mano” se repitieron y un día cualquiera alguno sugirió que con ciertas cantidades de dinero fluirían dosis adicionales de adrenalina. Esa actitud un tanto plebeya, para los usos convencionales del club, les acarreó no pocas críticas ya que aunque intentaban hacerlo con discresión, el fisgoneo en las vidas ajenas es la esencia última de este sofisticado invento.
Para entonces habín creado un universo exclusivo, fraternidad de pánicos alternativos ante las caprichosas evoluciones de la bola en los momentos decisivos.
El dinero en forma de riguroso metálico, ya que evitaban la pobre realidad virtual del cheque, viajaba de un bolsillo a otro con una pauta que comenzó a intrigarlos.
Se preguntaron si una azaroso rebote en el castañero del hoyo cuatro, que dejaba un hoyo resuelto, era el previsto resultado geométrico de una trayectoria o si quizás el árbol les regalaba precisamente a ellos una de sus benévolas opciones de acuerdo a algún secreto complot, que a su vez podía ser modificado en el tiempo con su comportamiento o con estados mentales de conocimiento o virtud. Sólo resolverían el jeroglífico si se adentraban en un laberinto de apuestas permietiendo que el azar jugara con ellos sin ninguna cortapisa.
Comenzaron a apostar inconfesables humillaciones que sin duda operaron cambios dramáticos en el carácter. Luego propusieron castigos físicos, resabios de pasadas experiencias en fríos colegios de juventud y ejecutados con dureza inusitada. En fin, se apostaron su fe, sus convicciones, su honestidad e incluso su libertad; a consecuencia de esto devenían períodos en los que uno oficiaba de esclavo con todas sus rigurosas consecuencias de las que solo lo manumitía algún golpe de fortuna que cambiaba los papeles.
El escándalo social adquiría proporciones gigantescas y ambos se prometieron jugar el último partido de golf con apuestas. Aquel partido debió ser memorable: una semana después conocimos el resultado.
En este trance de la historia la voz y el semblante del narrador tomaron un, digamos, aspecto imponente que delataba algún atroz final. Viejos favores, prosiguió, les consiguieron un pequeño revólver al que habían desmemoriado con una apresurada lija que sólo respetó las cachas, dándole al siniestro objeto un cándido perfil de adorno navideño. Por un tiempo, el arma reposó en un garaje al lado de una interminable línea de bolas de golf, producto de las primeras apuestas.
Con una liturgia apropiadamente exenta de todo dramatismo acudieron, no sin cierta demora, al remoto paraje designado. El ocaso, que es la hora de la muerte, transitaba del bronce desvaído al refulgante ópalo y la naturalerza circundante parecía envolverlo de una posible atención vegetal. Tras sus seco saludo, colocaron el arma en un liso promontorio que les permitiera permanecer de pie uno frente al otro. El ganador de esta póstuma apuesta tenía el honor de llenar de muerte el artilugio que ni siquiera entonces perdió su aspecto inofensivo. Pasó por ambos el fugaz pensamiento del olvido, el perdón o la sorpresa, pero fue rechazado; cargando la última bala recordó la paradoja tomista del Dios imposiblemente justo y misericordioso a un tiempo. Además, tras increíbles prácticas de juego sólo a ellos les había sido revelado el imprevisto orden que contiene lo que los ignorantes y tibios llaman azar. Ellos habían apurado valerosamente los arcanos de lo múltiple, en una época de cretinismo autocomplaciente y allí estaban en la encrucijada imprevista y deseada a la vez.
El perdedor tomó la pistola con ademán impasible; y con los ojos fieramente abiertos apoyó el cañón en su sien derecha.
La valentía extrema sugiere suprema estupidez y no tenía a su viejo oponente por necio ni por loco.
Por eso cuando el otro retiró lentamente la pistola de su propia cabeza y le descerrajó un certero balazo entre las cejas, en las milésimas de tiempo finales, consideró ya trivialmente que la trampa también forma parte de la interminable paradoja del juego y que en todo caso el secreto orden había sido cumplido.
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