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Cuando estaba por desatarse el fin del ocaso, que comenzaría con miles de mutilados y millones de muertos, producto de la dominación de la raza superior; cuando estaban por morir centenares de niños en Europa, los pueblos oprimidos en conjuro de rezos clamaron por la libertad en diferentes idiomas, los menos, clamaron por una muerte rápida; más ni los unos ni los otros imaginaron, siquiera, la brutalidad y la destrucción que costarían al viejo continente el quiebre del yugo ario; tiñendo, desde sus inicios, la victoria con sangre de un tranquilo poblado del norte de Francia. En la asoleada península de Cotentin, que se adentra en las turbulentas aguas del Canal de la Mancha está ubicada la caleta de pescadores Saint Paul; a su costado derecho aún se conserva un gran promontorio que sobrepasa los cien metros de altitud, en el cual está situado el castillo del antiquísimo señor feudal y, desde que fuera construido vigila y atemoriza a los lugareños; rodeada de bosques naturales y en aislamiento vive la caleta con un benigno clima suave, y las fragantes brisas se transforman en música al tocar levemente las afiladas copas de los árboles.

Más tórrido que otras veces había llegado el verano a esa pequeña caleta olvidada por los franceses; corría el memorable año l944 y se vislumbraba el sexto día del mes de junio; como era habitual, el movimiento humano comenzaba con la salida del sol, y algunos madrugadores ya habían salido al mar; la noche anterior, todos sin excepción, oyeron presurosas maniobras de vehículos en el castillo de la colina, en medio de la espesa bruma, pero no hubo quién se atreviera a indagar sobre ellas; para los resignados pescadores era habitual que las fuerzas de ocupación realizaran este tipo de desplazamientos, todo dentro del juego de ver oír y callar. Cuando el sol se reflejaba en los adoquines de Saint Paul, en una de las seis pobres callejas, específicamente en la Rue Rouse, se pudo ver tirado junto a desperdicios, quizás perdida u olvidada...la gorra de un coronel alemán, que mostraba. intactas sus vistosas insignias y la reluciente visera.

Marcel Bazan, el alcalde de mar, fue el mejor pescador que se conoció en la región, hombre enjuto y fuerte, de valentía probada en el mar y en la caleta; ahora, por un desgraciado accidente no podía salir a la captura de peces y se dedicaba a fabricar y reparar redes; era el patriarca natural del sector que aportaba con su sabiduría y experiencia a las labores cotidianas de los pescadores; nadie logró verlo sin su pipa de roble, llegando a pensar, algunos, que ahí radicaba su fuerza, otros decían que era un apéndice que trajo con él al nacer. Marcel fue el primero del poblado en ver la gorra militar que, impertérrita, desafiaba las brisas matinales de la ribera dominada; de reojo escudriñó el objeto, pensó en varias causas y, al no llegar a una razón lógica, entró nuevamente en su casa y lo comentó con su esposa Louise en voz baja; ambos preocupados se instalaron en la ventana del dormitorio matrimonial para ver desde allí lo que podía ocurrir a continuación. Lo mismo le pasó a dos niños mientras iban a buscar agua, entre saltos y jugarretas se percataron del objeto abandonado, no dudando un instante de qué se trataba, regresaron presurosos a casa para informar a los suyos; así, la familia se apostó en la puerta de calle a espera los próximos acontecimientos. En la medida que los pobladores aparecieron en las calles, se fueron congregando en torno a la novedad aparecida en la Rue Rouse y, expectantes comentaban al respecto mil posibles historias.

No se podría decir que la ocupación alemana había sido benevolente, ya que gracias al invasor muchas aves y animales de corral desaparecieron por las noches; cantidad de sembradíos resultaron esquilmados de día y con prepotencia; en varias fiestas de la caleta irrumpieron soldados germanos armados, se sobrepasaron y crearon desordenes; las sistemáticas patrullas, y los continuos saqueos a los botes en la playa convirtieron al villorrio en una caldera en ebullición permanente; el aire de solidaridad que se respiraba en la idílica caleta, después de la llegada de los alemanes, terminó convirtiéndose en brumas de enemistad, odio y resentimiento al extranjero, y entre ellos mismos.

Pierre y Lucian, mozalbetes de quince flacos y esmirriados años, que se vestían gracias a la caridad y se comían lo que estaba a su alcance, fueron los iniciadores del carnaval que a continuación, y por horas, se llevaría a cabo en el lugar. Alzaron temerariamente la gorra con un pie, con alegría desbordante la lanzaron por los aires y luego, se la fueron poniendo, con alternancia, en las cabezas; Pierre, abriendo brazos y piernas, imitó a un hombre gordo dando saltos grotescos; las bien formadas hermanitas Marie y Lucille, de esplendorosos dieciocho y veinte años respectivamente, también probaron suerte de colocársela y bailar con una comicidad abismante; los presentes rieron a rabiar, cuando vieron que por culpa de las orejas de las muchachas la gorra no les llegaba a la boca ; la batalla por la posesión del trofeo la iniciaron Michelle y Lulú, mujeres ya maduras que, a viva fuerza y con palabrotas de grueso calibre, pujaron denodadamente por la tenencia indefinida del objeto y, esta verdadera obsesión por la gorra contagió a todos los presentes, produciéndose tensos momentos de lucha y forcejeos hasta que Marcel Bazan salió a la calle y les gritó: -¡Amigos míos, tengan calma... y escuchen!, sé que todos quieren tener esa maldita pieza del uniforme de un invasor pero ¡esta es una zona ocupada militarmente, ténganlo presente! Nosotros somos los invadidos por los cerdos, aconsejo, a los que me quieran oír, dejen lo más lejos que puedan esa gorra, no sabemos el por qué está aquí ni los peligros que nos puede acarrear.

Monique, la gorda del poblado, por compulsión odiosa y rezongona, intervino diciendo: - ¿No será que usted , aprovechándose de su cargo, pretende quedarse con la gorra y presumir cuando tenga nietos?
Tiritó la pipa en los labios de Bazan, mientras replicaba a Monique: - Señora Monique, si usted pudiera pensara antes de insultar, sería conveniente para todos ¿sabe, acaso, lo que significa la palabra represión ? Por cosas menores los alemanes han fusilado a poblaciones enteras, sin respetar edades ni sexo-. Se quedó mirando a los presentes en busca de apoyo a sus palabras, mas nadie se pronunció al respecto, la gran mayoría miraba al suelo o en otra dirección, como si no se les estuviera hablando a ellos.

Ante la indiferencia mostrada por los habitantes de la caleta, Bazan se retiró a su casa con la remota esperanza de que pronto reaccionarían con acierto. No fue así, desgraciadamente, las peleas continuaron hasta bien entrada la mañana, al mediodía, todas las personas habían lucido en sus cabezas la gorra militar, algunos además se pintaron unos ridículos bigotitos, y otros le pegaron plumas de gallina; los más pequeños hicieron desfiles mientras que de sus bocas salían unas desafinadas marchas prusianas, los de más edad, guarecidos en sus casas contemplaban el espectáculo.

A media tarde, fue tal la cantidad de heridos y contusos que el alcalde de mar, después de pensarlo y repensarlo, salió a la calle de nuevo, ahora sí, dispuesto a terminar de una vez con la parodia bélica que estaba diezmando al poblado; derribó a unos cuantos para hacerse camino hasta el centro de los alucinados; una vez allí, extrajo de entre sus ropas una pistola y disparó tres veces al aire mientras gritaba: -¡Dejen esa gorra, antes de que le dispare al que la tenga en su poder!- Los conminados se paralizaron; luego de furtivas miradas en torno suyo, bajaron la cabeza con humildad; él que tenía la gorra en esos momentos la soltó como si ésta le quemara la mano. Bazan se paseó con lentitud entre los congregados con la aún humeante pistola en la diestra, se detuvo junto a la gorra y la cogió con la otra mano, como un desafío al que pretendiera apropiársela; los antes exaltados comenzaron a retroceder y, cada vez lo fueron haciendo a más y mayor aprisa, hasta terminar corriendo en busca de sus domicilios, y una vez en ellos entraron a prisa.

No bien hubo terminado de desaparecer el último conejillo, cuando desde la esquina del único almacén aparecieron varios soldados que, al enfrentar a Marcel Bazan con una pistola en la mano, alzaron sus armas y dispararon; Marcel cayó herido de muerte junto a su pipa que seguía humeando. Seis fusiles lo apuntaron, y una pesada bota de un golpe dio vuelta el cuerpo del infortunado.

Los soldados anglo-americanos pertenecientes a la operación “Overlord”, cuyo comandante en jefe era el general Eisenhower, luego de tomar las posiciones estratégicas del lugar, reunieron a los pescadores de la caleta en el barracón que servía de hospital. Perdieron el tiempo tratando de explicar a los residentes que ésta era la avanzada de la tan esperada invasión libertadora de Europa. Los destacamentos alemanes de ocupación, al saber de su llegada, durante la noche habían abandonado la región. Y que ellos, habían disparado a un hombre armado con una pistola alemana y... agravando lo anterior, tenía en su mano la gorra de un oficial nazi.

Texto agregado el 31-01-2005, y leído por 1900 visitantes. (0 votos)


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