“Esta es la herencia de tu padre” dijo señalándome el palomar.
Era un armazón de madera, negro y viejo, con mucho moho y telas de arañas. Me pareció como imponente y sombrío a la luz del crepúsculo.
“Esto me dejó el viejo”,
pensé. A mis pies se sentía el musgo húmedo y tierno.
Todo emitía sombra y nostalgia. Me sentí por un momento y me di cuenta que también yo estaba sombrío, apagado. Mis ojos clavados en mis pies.
“Así estoy siempre, con los ojos en la tierra”.
Entonces comenzó el ruido. Imperceptible. Quedo. Alcé la vista y noté un cambio en el palomar. Algo iba a pasar.
Una luz tenue, muy suave comenzó a surgir y pareció que hasta la misma tarde gris se iluminaba. Se sintió un batir de alas.
“Un nacimiento”,
pensé, y un fortísimo dolor me hundió el pecho.
Entonces me di cuenta que estaba solo. En realidad nunca hubo nadie, sólo yo y mis pensamientos, y ahora este dolor y una sensación de algo nuevo, de que algo nuevo iba a emerger de alguna parte.
“Ojalá sea el renacer de mi alma. Estoy tan triste”.
Muchas imágenes cruzaron ante mi vida. Personas queridas, otras no tan queridas, hechos, acciones, recriminaciones, ternuras, llantos pasiones, dolores.
El llanto corría por mis mejillas. Lágrimas...
Vi nuevamente el palomar: una luz violeta parecía emerger de él, como un sosiego, como una sensación de calma y paz.
Entonces, muy lentamente, del centro de la armazón de madera surgió una paloma blanca, muy blanca que pasando sobre mí se fundió en el horizonte.