Anoche soñé que regresabas. Si, estabas aquí a mi lado en la cama. Yo dormía profundamente y tú te acercaste sigilosa por el pasillo, con tus pies de algodón, sigilosa como el ruido de la nada. Como el grito del silencio.
Pero al abrir la puerta del dormitorio las bisagras chirriaron. “Maldita puerta a ver si la engraso algún día” solía decirte. Maldita no, gracias a ella desperté y pude ver de nuevo tu rostro. Entreabrí los ojos para espiarte y tú, atenta como siempre, me viste que te observaba y me dedicaste una sonrisa. Preciosos labios carnosos y besables hasta la extenuación entreabriéndose para mí y dejándome ver tu hilera de piedras preciosas. Fue la última sonrisa que me dedicaste. O puede que esto fuera un sueño y la última fuera cuando fui a recogerte en coche aquella fatídica noche, cuando me dijiste: ¡Buenas noches príncipe! ¡Que guapo que estás hoy!”
Pero no, esto no era ningún sueño. Avanzaste por la estancia sigilosa como el leopardo acercándose a su presa. Pies de nube. Llegaste a la altura de la cama y te inclinaste para darme el último beso en la frente. O puede que no, que fuera un sueño y el último me lo dieras dos segundos antes de chocar contra el quitamiedos. ¡MORIMOS DE AMOR! Las noticias hablaron de un trágico accidente en el que un conductor perdió el control de su vehículo y fue a parar a la cuneta causando la muerte de su compañera sentimental. Esa noticia es falsa. No moriste en un trágico accidente de coche y además no te fuiste sola, mi alma se fue contigo. ¡A NOSOTROS NOS MATO EL AMOR! El beso de la viuda negra.
Pero no, esto no era ningún sueño. Te metiste en la cama, me desnudaste, me abrazaste, piel sedosa, e hicimos el amor. Esta fue la última vez que lo hicimos. O puede que no, que esto fuera un sueño y la última vez fue el día anterior al día D, hora H. Dios, como duele recordar el dolor.
Pero no, esto no era ningún sueño. Al menos cuando desperté solo en la habitación, sudoroso y confuso, oliendo a ti, así quise creerlo.
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