Yo sabía que por dentro me sonreía. Detrás de ese rictus fiero, exigiéndome las partes de la flor, había una sonrisa delicada y cómplice para mi. Yo asumía mi papel y titubeaba entres los sépalos y la corola, pero, detrás de mi cara de susto, había otra sonrisa para ella.
Recuerdo el silencio de la clase cuando olvidaba los esquivos estambres y recuerdo, sobretodo, sus ojos que disimulaban clavarse inquisidores, y detrás, su sonrisa. Su sonrisa para mí. Sólo para mí.
Y aunque el pistilo y los estambres acudían en estampida a mis labios, invitados por la adrenalina que me ruborizaba sin piedad, mi lengua prefería callar y alargar el momento. Y temblando invitar a mi furtiva sonrisa a encontrarse con la suya en un imaginario corredor ancho y soleado del que el resto de los niños no tenían la llave. Y allí ella me soplaba al oído la lección. Y los aborrecibles pétalos se tornaban una caricia de seda o una apasionada declaración de amor.
Por eso no entendí que me gritara como a un loco o a un desconocido cuando la abrace en su despacho. Yo no soporto los gritos. Y lo demás ya lo sabe, señor juez.