LA ÚLTIMA PALABRA DE HOMERO
Habían pasado los años, pero Homero se encontraba en su sofá jugando su deporte favorito, el zapping, intentando encontrar acaso un partido de los isótopos de Springfield, para burlarse de su pobre lanzador, aquel flaco desgarbado que no tenía energía ni siquiera para correr, tenía en su mano una helada y deliciosa Duff la cual le habían prohibido consumir hace bastantes años, pero con tres infartos a cuestas seguía sin entender que los humanos no tenemos dos corazones como él creía, por lo que seguía allí, inmóvil, esperando acaso el estofado que la vieja, amargada y ya canosa Marge preparaba en la cocina, o a su hijo Bart, aquel que cuando pequeñuelo fue el cómico de la escuela, pero que ahora organizaba peleas callejeras en la esquina del bar de Moe, el cual había fallecido años atrás víctima de una ulcera (producida muy seguramente por su mal genio), y había heredado su bar al reformado Barni, que ayudaba a Bart en sus apuestas, ya que la ley, encabezada por la alcaldesa más joven de Springfield, la pequeña Lisa Simpson, no podía hacer nada en contra de su hermano, porque su mamá se lo había prohibido desde niña. De pronto, Homero empezó a sentir un fuerte dolor en el pecho, sintió que su vida feliz llegaba a su fin, llamó desesperadamente a Marge, pero ella no lo escuchó, recordó por un instante que su testamento que había hecho años antes en un su puño y letra no servía para nada, ya que había perdido su casa y su auto rosado en una apuesta de ratas, por lo que solo atinó a decir en ese instante final, aquel hombre que se había burlado del capitalismo, y de la materialidad, la frase más compleja y más espiritual que tantas veces había pronunciado en su larga vida, un simple y profundo D-OhU.
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