Las huellas se hilvanaban con el tiempo de mi espera bajo los sombríos pasillos de esa biblioteca. Perpendicular al mundo, su vientre albergaba las hojas y los libros que otras manos ya habían rozado. Quizás Borges, con su cabellera añosa, aún permanecía en esas mismas sensaciones que siempre me inspiraban, o Grousac, encarnado en el bosquejo de infinitos anaqueles como un segmento más del alba. Sabía a nostalgia e irrealidad este oficio de mirar el universo desde una sala de lectura, recorriendo sus prosas más lejanas, combatiendo eternos molinos que el viento reciclaba bajo mi alma, como un rescate necesario de las cosas. Cada tarde la vida trascendía bajo el umbral de estanterías, hurgando anónimas creencias enraizadas, y cada día también volvía a esfumarme en el aroma de sus pieles, exhalada tras la prosa del poeta. Hasta que accedí a sus llamados, al reclamo de esas inmortales voces rondando el transcurrir de corredores. Entonces fui espectro entre las sombras, lectora de lo insomne, soplido de los Dioses, temblor, fragancia, carrusel bajo los tiempos, espejismo atado al influjo de las letras, mortal, indivisible, hoja. El después me encontró habitada de otros cuentos, en el recuerdo de senderos y miradas. Luego el forense confirmando mi deceso, la irrealidad alejándome del mundo, el ostracismo de sus frases resistiendo los espíritus, junto a la muerte agazapada tras los muros de una biblioteca enmudecida...
El misterio aún perdura tras los claustros, en esos ecos lejanos que alberga su fachada, cuando por las noches mis pupilas se derraman al rescate de otras innumerables almas.
Ana Cecilia.
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