Resiliencia.
Antes de la salida del sol una mujer de origen haitiano corría velozmente por la calzada de una avenida de Santo Domingo para colocarse en su puesto de trabajo antes que se le adelantara el chinero, el cual le estaba disputando dicho lugar que estaba ubicado debajo de una escalera de concreto de un enorme puente peatonal que cruzaba la autopista Duarte.
La haitiana llevaba consigo una niña de piel oscura igual que ella, colgaba de un brazo casi guindando, mientras que en el otro llevaba un cartón muy sucio y una vieja cartera muy maltratada en la mano.
Desde muy temprano procuraba colocarse debajo de la escalera del puente por donde pasaban millares de personas, la mujer carecía de educación con facilidad se podía notar, además hablaba un pésimo español con dificultad.
Tenía conocimientos que le eran útiles para sobrevivir, tales como: conocer aspectos de la sociedad dominicana que le ayudaba a ejercer muy bien su trabajo.
Ubicada en su puesto mucho antes que los transeúntes empezarán a recorrer las calles con sus recios pasos, lo hacía con la única herramienta laboral: la niña de la mirada perdida. Una niña que aunque no era ciega lo fingía perfectamente engañando así con facilidad a los que cruzaban a su lado.
La niñita no llegaba a los cinco años, era de origen haitiano al igual que su tutora, aunque no parecían parientes, por la forma abusiva en que era tratada la criatura, sometida a duras y crueles jornadas de trabajo donde tenía que permanecer en un lugar fijo hasta más de quince horas corridas, que más que jornadas de trabajo eran torturas inmisericordes.
La pobre haitianita tenía que aguantar aire, sol y sereno, y simular pacientemente una falsa ceguera acostada en el rustico suelo encima de un cartón sucio y mal oliente.
La carita lánguida y afligida la mostraba al público para que no se escapara de la culpa que tenía que pagar por mirar un rostro que partía el alma en mil pedazos.
La pobre niña se tenía que mantener en una misma posición casi por días enteros, como si estuviera petrificada, o como si fuera una estatua negra hecha en honor a la esclavitud, se mantenía sin importar el fuerte sol que hacía en el lugar en los días calientes de mi país tropical.
No eran pocas las veces que les rodaban las lágrimas por las mejillas sucias de polvo y humo, cayendo cada lágrima pintada de negro en el asqueroso cartón.
Los rayos de sol no tenían condolencia de nadie ni de nada, pero aun así ella se mantenía en su posición tranquilita, sufriendo con valor días tras días, obligada por su compatriota (que por cierto se veía fuerte y muy apta para trabajar), pero se sentía bien recolectando algunas monedas que la gente lanzaba al caminar cuando se veían con el alma partida por haber observado de reojo a la haitianita que siempre daba compasión.
Esos pesos que muchas veces rodaban por doquier eran precisamente el más grande estimulo que tenía la fuerte mujer para no trabajar, por lo cual cada día ponía mucho más empeño en su fácil trabajo y mucho menos condolencia en la niñita que ella arrastraba hasta el puente peatonal.
Niña que muchas veces estaba llena de llagas contaminada de humo de vehículos y polvo de la calle, difícil de sanar pero no sanaba por el duro sometimiento a esas jornadas de castigos que eran sumamente abusivas, donde primero tenia que aguantar el fuerte frió de las madrugadas que la hacía temblar cruelmente a la intemperie, luego el fuerte sol de un país caribeño que le tostaba la tierna piel a muy alto grado de calor, por ultimo otra jornada de frío en las noches de frías brisas, sin contar todo el humo que tragaba, el polvo que respiraba, la lluvia que la empapaba.
Una noche de frías brisas en la cual no le había ido muy bien a la señora que recolectaba el dinero, se le acercó un hombre de una forma extraña, ella no se dio cuenta de eso ya que estaba recogiendo todo para irse (el cartón sucio y mal oliente, su cartera donde guardaba los pesos de cobre que pesaban muchísimo, por supuesto la gallina de los huevos de oro, perdón, quise decir la niña de la mirada perdida).
La haitiana se disponía marchar a la parada de guagua para abordar la próxima que saliera, la cual la llevaría hasta el barrio donde tenía su casucha construida de zinc por todas partes, las paredes eran de zinc, las ventanas selladas con zinc, sin baño o sanitario, sin ventilación alguna y con una sola puerta, la cual también era de zinc. Una vivienda sin comodidad y con calefacción.
Entonces, aquel hombre misterioso la detuvo repentinamente, totalmente inspirado colocó una rodilla en el suelo y levantó su mano izquierda al cielo y le recitó:
Busco en mi trópico un amor caribe,
Tan caribe como la sangre, de mi raza aborigen,
Que tenga piel canela resistente al fuerte sol,
Y que coma en jícara casabe de mi corazón.
Que coseche en mi conuco versos de mi Quisqueya,
Y que siembre para siempre amor de primavera,
Que en mi canoa de caoba, visite a Guanahani,
Y con una flor cacatica en las manos salude la bella Haití.
Que se acuerde de Caonabo junto a su hermosa Anacaona,
Y se arrope con el pasado de Enriquillo allá en la loma,
Que baile mis areítos tocando sus maracas,
Y dando sus pasitos observe a la hermosa Habana.
Que conozca los caciques, las tribus y los bohíos,
Porque de lo contrario no sabrá de lo que digo:
Recuerdos que están volando, como el espíritu taíno,
Y que nunca volverán a formar sus grandes tribus,
Tribus que desaparecieron, junto con su honor,
Y solo ha quedado, tristeza, sangre y dolor,
Dolor que nadie ha sentido porque su raza se ha extinguido,
Y el hombre blanco no sabe, porque se escucha el gemido.
La haitiana con la prisa que tenia no puso la más mínima atención a lo que el hombre inspirado le había recitado, además no entendía ni papa de todo lo que escuchó en un tono muy varonil y poético, por lo tanto continuó su camino como si nada hubiere pasado, mientras que el hombre se quedó totalmente desilusionado, con el rostro entristecido y el corazón trozado.
La niña de la mirada perdida a pesar de todo no se sentía mal ni mucho menos, todo lo contrario, se sentía muy feliz con su critico estilo de vida, no porque le gustara el sufrimiento, sino porque su instinto infantil le aseguraba que en su patria natal (Haití) las cosas estaban peor.
La verdad era que ella prefería mil veces seguir haciendo el papel de ciega y no volver a un país que estaba muriendo poco a poco, aunque estaba conciente de que era muy critico su estilo de vida y totalmente abusivo, (les juro que nunca se quejó), total no tenía con quien, porque para esos asuntos tan sencillos no hay Naciones Unidas, ni derechos humanos, ni nada de esas pendejadas.
La niña aparentemente estaba dispuesta a quedarse estática, justamente debajo del puente peatonal, consciente de su horrible miseria que día a día aumentaba a pesar de las moneditas que le lanzaban los amigos muy generosos que la veían sufrir, ciertamente habían muchos de los que pasaban por su lado que podían tomarla de la mano y brindarle la oportunidad de que ella estudiara, creciera y adquiriera conciencia plena del futuro que tenia que enfrentar, pero no era así, y la niña que aun tenía la mirada perdida seguía padeciendo de frió, hambre y dolor.
Esa niña aún estaba rodando debajo del enorme puente peatonal, pero no era ni tampoco es una niña cualquiera, porque no es de carne y hueso como usted puede pensar, porque no es humana, solo es un retrato de un pueblo hermano, de un país vecino, de una patria descuartizada por las diferentes potencias que devastaron todo lo que había en sus pechos bien formado y que ahora está pidiendo una mano amiga en medio de un continente tan generoso y tan bueno como el nuestro, América para los americanos, esa niña lleva por nombre Haití la infeliz.
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