Esta vez Antonio se había pasado. Estaría castigado muchos días. Olvídate ya de la consola durante un mes niñito y salir con los amigos ya veremos, solo una vez a la semana y según como te portes. Se acabaron los partidos de fútbol a la salida del colegio. Derechito a casa y a hacer los deberes que luego llama la maestra y siempre es lo mismo. Antonio es un buen muchacho, un poco distraído. Tiene que ir centrándose ya, que pronto cumplirá los trece. Está en una edad difícil, que le voy a decir, usted es su madre. Yo creo que los otros chicos con los que se va también le influyen de manera negativa. La mayoría son repetidores y un par de ellos casos perdidos. Es triste, pero llevo muchos años en la docencia y sé catalogar a los muchachos por su actitud en clase y para con los demás alumnos. Y ese par que le he dicho van por muy mal camino. En fin, que si se esforzara un poco más y cambiara de compañía las cosas le irían mucho mejor. Se lo he dicho personalmente, intentándole tratar como a un adulto ya que a estas edades ya empiezan a creerse mayores, pero en vista de que no me ha hecho mucho caso y después de que hiciera lo que hizo… no me quedó más remedio que expulsarlo. Créame que lo siento. No sea muy dura, es un buen muchacho.
La idea de tirar un petardo en clase de la cojinete se le ocurrió a Jon. Estaban todos detrás del edificio de los de preescolar, alrededor de la pequeña piscina de arena donde los más pequeños hacían castillos o jugaban a hacer comida con una mezcla espesa de arena y agua. Ese era su lugar de reunión. Cuando se saltaban las clases siempre quedaban allí. Jon era el cabecilla. Bastaba un mensaje de móvil suyo para reunirlos a todos. Andrés y Lolo de primero A. Señorita que Andrés se ha mareado, lo acompaño a que le del aire no vaya a ser que se caiga y sea peor. Sergio de primero B. ¿Puedo ir al servicio un momento? Claro que podía haber ido entre clase y clase pero es que no tenía ganas entonces. No, no me puedo aguantar, de verdad. Gracias. Y a Antonio de primero C. Salgo al patio un momento que en el recreo he estado repasando lengua para el examen de mañana y me he dejado el libro debajo de un árbol y como me lo quiten no voy a poder estudiar esta tarde. No tardo nada.
Antonio llegó el último. Sergio, Andrés, Lolo y Jon (¿A qué clase iba Jon?) ya llevaban un rato esperando. Lolo sacó un paquete de cigarrillos que le había quitado a su padre por la mañana, mientras ojeaba el periódico en la mesa de la cocina.. fumaron un pitillo entre los cinco y creyeron que el resto de sus compañeros de clase eran muy pequeños para la edad que tenían. Todavía andaban jugando a ligas de chapas y se cambiaban cromos a la salida. Estaban hablando de una chica de su clase que ya tenía unas tetas increíbles chico se quita el jersey y menudos globos, cuando Jon sacó el petardo. Grande, de color azul con dos rayas anchas amarillas y una mecha como para encenderlo y darte tiempo a alejarte bien lejos. Recién traído del pueblo. Es de lo que viven los de allí. De los fuegos artificiales. Tiré un par de ellos en el corral de mi abuela estas navidades. Solo por probarlo. Tremenda explosión. Los oídos me pitaban. Tres gallinas murieron y las otras apenas llevan puestos una docena de huevos desde entonces, pura dinamita. Hay que hacer algo con este trabuco.
Se pusieron de acuerdo. Sería el miércoles en dibujo técnico. Era en la única asignatura en la que estaban todos porque era optativa. Naturalmente no era casualidad, la habían escogido adrede cuando hicieron la matrícula en verano. Era muy fácil aprobar con la cojinete. Bastaba con entregar los trabajos sobre cuadrados, círculos, líneas paralelas y demás tonterías. El mote le venía de muchos años atrás. Lo menos treinta años. Desde que se inauguró el colegio. Ya solo quedaba ella y la profesora de matemáticas, la señorita Vicenta, desde el principio. La señorita Lindo era una mujer muy bajita, apenas llegaba al uno cincuenta y conducía un coche grande. No el de hace treinta años, pero sí un modelo por el estilo. Cuando se sentaba al volante ponía entre el asiento y su trasero un cojín (este sí que tenía treinta años) a cuadros marrones oscuros y claros. Ahora estaba ya amarillento por el sol y descolorido, el hilo blanco con el que estaban cosidos los cuadros asomaba como los gusanos en una manzana podrida y la cremallera del lateral se veía que no era la original puesto que tenía un color más vivo.
Muchos de los que se inventaron ese mote son aquellos que ahora reprenden a sus hijos. Te he dicho mil veces que las personas tienen nombre y apellidos. Señorita Lindo, profesora Lindo o doña Águeda pero nada de cojinete ¿entendido? Y como te vuelvan a pillar haciendo un dibujo de la profesora con su coche en la pizarra vas a tener problemas jovencito ¿entendido? Señorita Lindo, profesora Lindo o doña Águeda. Será posible que poca vergüenza. Sois unos maleducados. En mis tiempos a los profesores máximo respeto y a la mínima ¡zas!, reglazo en la yema de los dedos y en invierno no sabes lo que dolía parecía que se te iban. Pero ahora que consentidos que estáis, ya me gustaría haberos visto crecer en mi época, no hubierais aguantado ni la mitad de lo que tuvimos que aguantar nosotros. Anda largo de mi vista. ¡Eh!, pero te ha quedado claro ¿no? Señorita Lindo, profesora Lindo o doña Águeda ¿entendido?
El miércoles, por fin llegó el día, entraron tranquilos y se pusieron en las últimas filas. Sería a las doce. En el recreo habían sincronizado los relojes porque Jon lo había visto en una película de ladrones la noche anterior. Era en blanco y negro, pero era buena no creáis. Atracaban un banco de Nueva York. Había un tiroteo y a uno de los protagonistas le herían. Luego se iba desangrando durante toda la peli y, al final, muere. Lo mejor fue la persecución con los coches de policía pisándole los talones y ellos sacando las pistolas y medio cuerpo por la ventanilla y disparando sin parar. Y el conductor, ¡cómo manejaba el coche! Son las once y cuarto según mi reloj, ponedlo todos a esa hora. A las doce lo enciendo y lo tiro al lado de la mesa de la cojinete, cerca de las empollonas. A Laurita se le van a romper hasta los cristales de las gafas y el aparato de dientes le va a saltar en mil pedazos. Ya veréis que risa.
Se acercaba la hora. Lolo hacía rato que había dejado de dibujar un rombo dentro de una circunferencia y se mordía las uñas, Antonio sacaba punta a su lápiz para disimular y Sergio y Andrés hablaban entre ellos. Mientras, Jon, seguía con la vista fija en la cartulina, en la mano izquierda la regla y en la derecha el portaminas, tratando de hacer el ejercicio. Menos cinco y este chico que sigue a lo suyo se va a cagar. Seguro que no se atreve. Mucho dárselas pero luego nada. Es un pringado. Jon consulta su reloj. Guarda las cosas en su mochila. Del bolsillo de su vaquero saca un mechero y del abrigo que reposa en el respaldo de su silla el petardo. Vuelve a mirar el reloj. Mira a su alrededor, a sus compañeros de andanzas. Les dedica una sonrisa y asiente con la cabeza. Les está dedicando su actuación. Prenda la mecha y, tras sostenerlo un par de segundos en sus manos, lanza el petardo con disimulo. Se queda justo debajo de la silla de Laura.
Confesaron todos. El primero en caer fue Jon, el autor material. La jodida cojinete había levantado la vista de sus crucigramas justo cuando lo tiraba. Que mala suerte. Para una vez que no estaba embobada con su pasatiempo. Y el asunto se ponía feo porque al parecer Laurita era muy nerviosa y del susto le dio una taquicardia y se la tuvieron que llevar al médico. Pero no era nada. Solo una niña soltando gemidos y respirando a poquito. Y llorando, llorando mucho. Al día siguiente estaba en clase de nuevo. Jon no, hasta dentro de una semana no volvería. Y si hacía otra lo echaban para siempre. Por solidaridad con él, y para saltarse las clases, Andrés, Lolo, Sergio y Antonio decidieron ir esa misma tarde al despacho de la directora y confesar que ellos también habían participado en la broma. Expulsados una semana y ya hablaré con vuestros padres. Eso no es una broma, es una gamberrada. ¿Os imagináis lo que podía haber pasado? No quiero ni pensarlo. Harta me tenéis. Sobre todo tú, Sergio. Y Jon también, a él ya se lo he dicho y a ti te lo digo ahora, ¿hasta cuando piensas seguir así? ¿No te das cuenta de que vas a volver a repetir otra vez? Todavía estás a tiempo de cambiar pero no te quedan ya muchas oportunidades. Tú sabrás lo que haces.
A mi no me van a decir nada mis viejos, ya están acostumbrados. A Lolo si que se le cayó el pelo. Le sacaron del colegio y lo mandaron interno a otra ciudad. Sus padres se estaban separando y no tenían mucho tiempo para ocuparse del niño pero la travesura les había servido de excusa perfecta para no tener que contarle que papá y mamá ya no se quieren pero que a él le siguen queriendo mucho y siempre lo querrán.
La madre de Antonio obligó a su hijo a leerse un libro en esa semana que iba a pasar en casa como castigo. Luego tendría que hacer un resumen sobre la novela. La biblioteca de su casa era muy extensa. Una habitación con estanterías en las cuatro paredes repletas de libro de arriba hasta abajo. Antonio se dejó caer en la butaca color vino y echó un vistazo. Los lomos de miles de libros le observaban. Don Quijote, Crimen y castigo, la Ilíada, Madame Bovary… Cada título de un color, con diferentes estilos de letras, libros de bolsillos, ediciones antiguas. No sabía cuál escoger. Le aburría la lectura. Decidió seguir un criterio de tamaño. Buscó libros de pocas páginas, si pasaban de doscientas no lo sacaba de la estantería. Le quedaron unas pocas decenas que esparció por en cima de la mesa de cristal. La metamorfosis, los cachorros, el extranjero, Pedro Páramo el llano en llamas vaya título raro lo cogió y lo abrió por el índice. Dos libros en estas pocas páginas y el llano en llamas es de cuentos. Voy a buscar más libros de cuentos que serán más cortos. Con leer uno y hacer el resumen mamá tendrá lo que quiere y me dejará en paz el resto de la semana. Seguro. Solo pretende mantenerme aislado para que reflexione sobre lo que he hecho. Era un petardo que estupidez. Un petardo una semana. Si hubiéramos tirado una traca no volvíamos a pisar el colegio. Mejor. Vacaciones. Y con veinte páginas y lo siento mamá arreglado.
Antonio comprobó que no había muchos libros de cuentos en la biblioteca de sus padres. Quince. Otro aquí, dieciséis. Revisando la última balda golpeó con el codo un tomo que cayó al suelo. Tenía las pastas verdes oscuras, blandas, daba la impresión de haber sido muy manipulado. Las esquinas estaban dobladas y el lomo lleno de arrugas. Antonio se agachó a cogerlo “Ritmo constante” era el título. Miguel Ballester, anda se apellida como yo. Nació en 1808 y murió en 1863. ¿El bisabuelo Miguel? Uno de los mejores cuentistas de la época. Antonio buscó en el índice el título del cuento que daba nombre a la obra. Solía ser así. Si, era así. Comenzó a leer: “Esta vez Antonio se había pasado. Estaría castigado muchos días. Olvídate ya de la consola durante un mes niñito y salir con los amigos ya veremos, solo una vez a la semana y según cómo te portes…”
Quedó aturdido al comprobar que la historia que estaba leyendo no era otra que la suya propia. El nombre de los personajes era su nombre y el de sus amigos, el petardo, la expulsión, el castigo de su madre y como el personaje del cuento encontraba en la biblioteca un libro titulado “Ritmo constante” y al leer el relato del mismo título comprobaba que era su propia historia.
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